Segundo Canto
10 - ¡Oh matemáticas severas!, nunca
os he olvidado desde que vuestras sabias lecciones, más dulces que
la miel, filtraron en mi corazón como agua refrescante; desde la
cuna yo aspiraba instintivamente a beber de vuestro manantial más
antiguo que el sol, y todavía continuó, yo, el más fiel de
vuestros iniciados, hollando el atrio sagrado de vuestro templo
solemne. Había cierta vaguedad en mi espíritu, un algo espeso como
humo, pero supe escalar religiosamente las gradas que conducen a
vuestro altar, y habéis ahuyentado ese velo oscuro del mismo modo
que el viento ahuyenta el tablero*. Dejasteis en su lugar una
frialdad excesiva, una prudencia consumada y una lógica implacable.
Con ayuda de vuestra leche fortificante, mi inteligencia se ha
desarrollado rápidamente, adquiriendo proporciones enormes en medio
de la estupenda claridad que entregáis como regalo a todos aquellos
que os aman con amor sincero. ¡Aritméticas! ¡Álgebra!
¡Geometría! ¡Trinidad grandiosa! ¡Triángulo luminoso! Insensatos
son aquellos que os desconocen. Merecerían sufrir los mayores
suplicios, pues su negligencia ignorante contiene un ciego
desprecio; pero aquel que os conoce y estima no aspira ya a otros
bienes en la tierra; se satisface con vuestros goces mágicos, y,
transportado en vuestras oscuras alas, sólo desea elevarse en un
rápido vuelo que trace una espiral ascendente hacia la bóveda
esférica de los cielos. La tierra sólo le ofrece ilusiones y
fantasmagorías morales, pero vosotras, ¡oh matemáticas concisas!
Por el encadenamiento riguroso de vuestras tenaces proposiciones y
la constancia de vuestras leyes férreas, hacéis brillar ante los
ojos deslumbrados un reflejo poderoso de esa verdad suprema cuyo
rastro se advierte en el orden del universo. Pero el orden que os
circunda, representado especialmente por la regularidad perfecta del
cuadrado -camarada de Pitágoras- es todavía mayor, pues el
Todopoderoso se manifestó completamente, él en persona y sus
atributos, en esa labor memorable que consistió en hacer surgir de
las entrañas del caos los tesoros de vuestros teoremas y vuestros
magníficos esplendores. Tanto en épocas pasadas como en los
tiempos modernos, más de una gran imaginación humana sintió
cohibido su genio al contemplar vuestras figuras simbólicas
trazadas sobre el papel inflamado como otros tantos signos
misteriosos que anima un hálito latente, incomprensibles para el
vulgo profano, y que no son sino la manifestación resplandeciente
de axiomas y de jeroglíficos eternos, que existieron antes del
universo, y que persistirán cuando éste deje de ser. Entonces
aquélla se pregunta, inclinada sobre el precipicio de un punto de
interrogación fatal, por qué las matemáticas contienen tantas
grandezas imponentes y tanta verdad irrefutable, en tanto que, al
compararlas con el hombre, en éste sólo encuentra mentiras y un
orgullo postizo. Entonces ese espíritu superior, al que la noble
familiaridad de vuestros consejos hace sentir más aún la
insignificancia de la humanidad y su locura incomparable, deja caer,
entristecido, su cabeza canosa sobre una mano descarnada, y
permanece absorto en meditaciones sobrenaturales. Se hinca de
rodillas ante vosotras, y su veneración rinde homenaje a vuestro
rostro divino como a la propia imagen del Todopoderoso. En los
tiempos de mi infancia, os aparecisteis ante mí una noche de mayo,
las tres iguales en gracia y pudor, las tres rebosantes de una
majestad de reinas. Disteis algunos pasos hacia mí, con vuestros
largos vestidos flotantes como vapor, y me atrajisteis hacia
vuestros altivos senos como a un hijo bendecido. Entonces acudí
presuroso y mis manos se aferraron a vuestros pechos. Me nutrí,
lleno de reconocimiento, de vuestro maná fecundo, y sentí que la
humanidad crecía en mí y se volvía mejor. Desde ese momento, ¡oh
diosas rivales!, nunca os he abandonado. Desde ese momento, ¡cuántos
proyectos pujantes, cuántas inclinaciones que creí haber grabado
en las páginas de mi corazón como se graba en el mármol, no han
ido borrando lentamente, de mi razón desengañada, las líneas de
sus contornos, tal como el alba naciente borra las sombras de la
noche! Desde ese momento he visto a la muerte, con la intención
evidente de poblar las tumbas, asolar los campos de batalla cebados
con carne humana y hacer brotar flores matutinas sobre las fúnebres
osamentas. Desde ese momento he asistido a las revoluciones de
nuestro globo; los terremotos, los volcanes con su lava abrasadora,
el simún del desierto y los naufragios de la tempestad, han tenido
en mí un testigo imperturbable. Desde ese momento he visto a muchas
generaciones humanas elevar por la mañana sus alas y sus ojos hacia
el espacio, con la alegría inexperta de la crisálida que saluda su
última metamorfosis, y morir al atardecer, antes de la puesta del
sol, con la cabeza inclinada como flores marchitas que oscilan al
son quejumbroso del viento. Pero vosotras, vosotras permanecéis
siempre idénticas. Ningún cambio, ningún aire pestilente roza las
escarpadas peñas y los inmensos valles de vuestra identidad.
Vuestras modestas pirámides durarán más que las pirámides de
Egipto, hormigueros levantados por la estupidez y la esclavitud. El
fin de los siglos verá todavía, de vuestras ecuaciones lacónicas
y vuestras líneas esculturales, sentarse a la diestra vengadora del
Todopoderoso, en tanto que las estrellas se hundirán con
desesperación, como trombas, en la eternidad de una noche horrible
y universal, y la humanidad gesticulante pensará en ajustar sus
cuentas con el juicio final. Gracias, por los innumerables servicios
que me habéis prestado. Gracias, por las extrañas cualidades con
que habéis enriquecido mi inteligencia. Sin vosotras, quizás
habría** resultado vencido en mi lucha con el hombre. Sin vosotras,
me hubiera lacerado las carnes y los huesos con sus pérfidas
garras. Pero he estado siempre en guardia como un atleta
experimentado. Vosotras me proporcionasteis la frialdad que surge de
vuestras concepciones sublimes, exentas de pasión; me serví de
ella para rechazar con desdén los placeres efímeros de mi corto
viaje, y para alejar de mi puerta los ofrecimientos atrayentes pero
engañosos de mis semejantes. Vosotras me proporcionasteis la
prudencia tenaz que se descubre a cada paso en vuestros métodos
admirables de análisis, de síntesis y de deducción; me serví de
ella para malograr los ardides perniciosos de mi enemigo mortal,
para atacarlo a mi vez con habilidad, y hundir en las vísceras del
hombre un puntiagudo puñal que quedará clavado para siempre en su
cuerpo, pues es una herida de la cual nunca se recuperará. Vosotras
me proporcionasteis la lógica llena de sabiduría, que es como el
alma misma de vuestras enseñanzas; con sus silogismos, cuyo
complicado laberinto los hace en realidad más comprensibles, mi
inteligencia sintió que se duplicaban sus audaces poderes. Con la
ayuda de este terrible auxiliar descubrí en la humanidad, nadando
hacia los bajos fondos, frente al arrecife del odio, la maldad negra
y horrorosa que vegetaba en medio de miasmas deletéreos,
admirándose el ombligo. Fui el primero en descubrir, en la
tinieblas de sus entrañas ese vicio funesto, ¡el mal!, que en él
supera al bien. Con esa arma emponzoñada que me prestasteis, hice
descender de su pedestal, construido por la cobardía del hombre,
¡al Creador mismo! Rechinó los dientes y soportó esta afrenta
ignominiosa porque tenía por adversario a alguien más fuerte. Pero
lo dejaré a un lado como un ovillo de hilo, con objeto de volar más
bajo... El pensador Descartes hacía cierta vez la reflexión de que
nada sólido se había edificado sobre vosotras. Era un modo
ingenioso de dar a entender que el primer advenedizo no podía sin
más ni más, descubrir vuestro inestimable valor. En efecto, ¿hay
algo más sólido que las tres cualidades principales ya
mencionadas, que se elevan, entrelazadas en una corona única, sobre
la cima augusta de vuestra arquitectura colosal? Monumento que crece
incesantemente con los diarios descubrimientos en vuestras minas de
diamantes y con las exploraciones científicas en vuestros soberbios
dominios. ¡Oh santas matemáticas, ojalá pudierais, mediante
vuestra perpetua asistencia, consolar el resto de mis días de la
maldad del hombre y de la injusticia del Gran Todo!
Traducción de Aldo Pellegrini
*Tablero: Variedad de petrel con el
plumaje en forma de tablero de ajedrez. (N. del T.)
** "j'aurai été", en el texto original:
– habré sido.
Tablero