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mardi 2 juin 2015

EL CAPITAL - KARL MARX - POSTFACIO A LA SEGUNDA EDICION



Quiero, ante todo, dar cuenta a los lectores de la primera edición de las modificaciones introducidas en ésta. La ordenación más clara que se ha dado a la obra, salta a la vista. Las notas adicionales aparecen designadas siempre como notas a la segunda edición. Por lo que se refiere al texto, importa señalar lo siguiente:
El capítulo I, 1, es una deducción del valor mediante el análisis de las ecuaciones en que se expresa cualquier valor de cambio, deducción hecha con todo rigor científico, lo mismo que la relación entre la sustancia del valor y la determinación de su magnitud por el tiempo de trabajo socialmente necesario, que en la primera edición no hacíamos más que apuntar y que aquí se desarrolla cuidadosamente. El capítulo I, 3 (la forma del valor) ha sido totalmente modificado: así lo exigía, entre otras cosas, la doble exposición que de esta teoría se hace en la edición anterior. Advertiré de pasada que la iniciativa de aquella doble forma de exposición se debe a mi amigo el doctor L. Kugelmann, de Hannóver. Estaba yo en su casa pasando unos días, en la primavera de 1867, cuando me enviaron de Hamburgo los primeros paquetes de pruebas de mi obra, y fue él quien me convenció de que para la mayoría de los lectores sería conveniente completar el análisis de la forma del valor con otro de carácter más didáctico. La última sección del primer capítulo, titulado "El fetichismo de la mercancía, etc. "ha sido modificado en gran parte. El capítulo III, I ("Medida del valor") ha sido cuidadosamente revisado, pues en la primera edición este capítulo aparecía descuidadamente escrito, por haber sido tratado ya el problema en mi obra Contribución a la crítica de la economía política, Berlín, 1859. El capítulo VII, principalmente la parte 2, ha sido considerablemente corregido.
No hay para qué pararse a examinar todos los pasajes del texto en que se han introducido modificaciones, puramente estilísticas las más de ellas. Estas modificaciones se extienden a lo largo de toda la obra. Al revisar la traducción francesa, pronta a publicarse en París, me he encontrado con que bastantes partes del original alemán hubieran debido ser, unas redactadas de nuevo, y otras sometidas a una corrección de estilo más a fondo o a una depuración más detenida de ciertos descuidos deslizados al pasar. Pero me faltó el tiempo para ello, pues la noticia de que se había agotado la obra no llegó a mi conocimiento hasta el otoño de 1871, hallándome yo solicitado por otros trabajos urgentes, y la segunda edición hubo de comenzar a imprimirse ya en enero de 1872.
No podía apetecer mejor recompensa para mi trabajo que la rápida comprensión que El Capital ha encontrado en amplios sectores de la clase obrera alemana. Un hombre que económicamente pisa terreno burgués, el señor Mayer, fabricante de Viena, dijo acertadamente en un folleto publicado durante la guerra franco–prusiana, que las llamadas clases cultas alemanas habían perdido por completo el gran sentido teórico considerado como patrimonio tradicional de Alemania, el cual revive, en cambio, en su clase obrera.
La economía política ha sido siempre y sigue siendo en Alemania, hasta hoy, una ciencia extranjera. Ya Gustav von Gülich hubo de explicar, en parte, en su obra Exposición histórica del comercio, la industria, etc. principalmente en los dos primeros volúmenes, publicados en 1830, las causas históricas que entorpecen en nuestro país el desarrollo del régimen de producción capitalista y, por tanto, el avance de la moderna sociedad burguesa. Faltaba en Alemania el cimiento vivo sobre que pudiera asentarse la economía política. Esta ciencia se importaba de Inglaterra y de Francia como un producto elaborado; los profesores alemanes de economía seguían siendo simples aprendices. La expresión teórica de una realidad extraña se convertía en sus manos en un catálogo de dogmas, que ellos interpretaban, o mejor dicho deformaban, a tono con el mundo pequeñoburgués en que vivían. Para disfrazar un sentimiento de impotencia científica que no acertaban a reprimir del todo y la desazón del que se ve obligado a poner cátedra en cosas que de hecho ignora, desplegaban la pompa de una gran erudición histórico–literaria o mezclaban la economía con materias ajenas a ella, tomadas de las llamadas ciencias camerales, batiburrillo de conocimientos por cuyo purgatorio tiene que pasar el prometedor candidato a la burocracia alemana.
Desde 1848, la producción capitalista comenzó a desarrollarse rápidamente en Alemania, y ya hoy da su floración de negocios turbios. Pero la suerte seguía siendo adversa a nuestros economistas. Cuando habían podido investigar libremente la economía política, la realidad del país aparecía vuelta de espaldas a las condiciones económicas modernas. Y, al aparecer estas condiciones, surgieron en circunstancias que no consentían ya un estudio imparcial de aquéllas sin remontarse sobre el horizonte de la burguesía. La economía política, cuando es burguesa, es decir, cuando ve en el orden capitalista no una fase históricamente transitoria de desarrollo, sino la forma absoluta y definitiva de la producción social, sólo puede mantener su rango de ciencia mientras la lucha de clases permanece latente o se trasluce simplemente en manifestaciones aisladas.
Fijémonos en Inglaterra. Su economía política clásica aparece en un período en que aún no se ha desarrollado la lucha de clases. Es su último gran representante, Ricardo, quien por fin toma conscientemente como eje de sus investigaciones la contradicción de los intereses de clase, la contradicción entre el salario y la ganancia y entre la ganancia y la renta del suelo, aunque viendo simplistamente en esta contradicción una ley natural de la sociedad. Al llegar aquí, la ciencia burguesa de la economía tropieza con una barrera para ella infranqueable. Todavía en vida de Ricardo y enfrentándose con él, la economía burguesa encuentra su crítico en la persona de Sismondi.
El período siguiente, de 1820 a 1830, se caracteriza en Inglaterra por una gran efervescencia científica en el campo de la economía política. Es el período en que se vulgariza y difunde la teoría ricardiana y, al mismo tiempo, el período en que lucha con la vieja escuela. Se celebran brillantes torneos. Al continente europeo llega muy poco de todo esto, pues se trata de polémicas desperdigadas en gran parte en artículos de revista, folletos y publicaciones incidentales. Las condiciones de la época explican el carácter imparcial de estas polémicas, aunque la teoría ricardiana se esgrime ya, alguna que otra vez, como arma de ataque contra la economía burguesa. De una parte, la gran industria empezaba por aquel entonces a salir de su infancia, como lo demuestra, entre otras cosas, el hecho de que la crisis de 1825 inaugure el ciclo periódico de su vida moderna. De otra parte, la lucha de clases entre el capital y el trabajo aparecía relegada a segundo plano, desplazada políticamente por el duelo que se estaba librando entre los gobiernos agrupados en torno a la Santa Alianza, secundados por los poderes feudales, y la masa del pueblo acaudillada por la burguesía, y económicamente por el pleito que venía riñéndose entre el capital industrial y la propiedad señorial de la tierra, pleito que en Francia se escondía detrás del conflicto entre la propiedad parcelaria y los grandes terratenientes, y que en Inglaterra pusieron de manifiesto las leyes cerealistas. La literatura de la economía política inglesa durante este período recuerda aquella época romántica de la economía francesa que sobreviene a la muerte del doctor Quesnay, pero sólo al modo como el veranillo de San Martín recuerda a la primavera. Con el año 1830, sobreviene la crisis decisiva. La burguesía había conquistado el poder político en Francia y en Inglaterra. A partir de este momento, la lucha de clases comienza a revestir, práctica y teóricamente, formas cada vez más acusadas y más amenazadoras. Había sonado la campana funeral de la ciencia económica burguesa. Ya no se trataba de si tal o cual teorema era o no verdadero, sino de si resultaba beneficioso o perjudicial, cómodo o molesto, de si infringía o no las ordenanzas de policía. Los investigadores desinteresados fueron sustituidos por espadachines a sueldo y los estudios científicos imparciales dejaron el puesto a la conciencia turbia y a las perversas intenciones de la apologética. Y, sin embargo, hasta aquellos folletitos insinuantes que lanzaba a voleo la Liga anticerealista, acaudillada por los fabricantes Cobden y Bright, ofrecían, ya que no un interés científico, por lo menos cierto interés histórico, por su polémica contra la aristocracia terrateniente. Pero la legislación librecambista, desde sir Roberto Peel, cortó a la economía vulgar este último espolón.
La revolución continental de 1848-1849 repercutió también en Inglaterra. Hombres que todavía aspiraban a tener cierta importancia científica, a ser algo más que simples sofistas y sicofantes de las clases dominantes, esforzábanse en armonizar la economía política del capital con las aspiraciones del proletariado, que ya no era posible seguir ignorando por más tiempo. Sobreviene así un vacuo sincretismo, cuyo mejor exponente es John Stuart Mill. Es la declaración en quiebra de la economía “burguesa", expuesta ya de mano maestra, en su obra Apuntes de economía política según Stuart Mill por el gran erudito y crítico ruso N. Chernichevski.
También en Alemania llegó a su madurez el régimen de producción capitalista en una época en que su carácter antagónico había tenido ya ocasión de revelarse ruidosamente, en la serie de luchas históricas sostenidas en Francia e Inglaterra, y en que el proletariado alemán poseía ya una conciencia teórica de clase mucho más fuerte que la burguesía de su país. Pero, cuando parecía que iba a ser posible la existencia de una ciencia burguesa de la economía política, ésta habíase hecho de nuevo imposible.
En estas condiciones, los portavoces de la economía política burguesa alemana dividiéronse en dos campos. Unos, gentes listas, prácticas y ambiciosas, se enrolaron bajo la bandera de Bastiat, el representante más vacuo y, por tanto, el más genuino de la economía política vulgar; otros, celosos de la dignidad profesoral de su ciencia, siguieron a J. Stuart Mill en la tentativa de conciliar lo inconciliable. Pero los alemanes continuaron siendo, en esta época de decadencia de la economía vulgar, lo mismo que habían sido en sus días clásicos: simples aprendices, ciegos émulos y adoradores, modestos vendedores a domicilio de los mayoristas extranjeros.
El peculiar desarrollo histórico de la sociedad alemana impedía, pues, todo florecimiento original de la economía "burguesa", lo que no era obstáculo para que se desarrollase la crítica de este tipo de economía. Y esta crítica, en la medida en que una clase es capaz de representarla, sólo puede estar representada por aquella clase cuya misión histórica es derrocar el régimen de producción capitalista y abolir definitivamente las clases: el proletariado.
Al principio, los portavoces cultos y no cultos de la burguesía alemana pretendieron ahogar El Capital en el silencio, como habían conseguido hacer con mis obras anteriores. Y cuando vieron que esta táctica ya no les daba resultado, se lanzaron a escribir, bajo pretexto de criticar mi libro, una serie de predicas “para apaciguar la conciencia burguesa”. Pero en la prensa obrera--véanse, por ejemplo, los artículos de José Dietzgen publicados en el Volksstaat-- les salieron al paso rivales de más talla que ellos, a los que no han sido capaces de replicar.
En la primavera de 1872 se publicó en San Petersburgo una excelente traducción rusa de El Capital. La tirada, de 3,000 ejemplares, se halla casi agotada. Ya en 1871, el señor N. Sieber, profesor de Economía política en la Universidad de Kiev, en una obra titulada Teoría Zennosti i Kapitala D. Rikardo ("La teoría del valor y del capital en D. Ricardo"), había informado sobre mi teoría del valor, del dinero y del capital, en sus rasgos fundamentales, presentándola como el necesario desarrollo de la doctrina de Smith y Ricardo. El lector occidental de este insólito libro se encuentra sorprendido ante la consecuencia con que el autor sabe mantener su punto de vista puramente teórico.
Que el método aplicado en El Capital no ha sido comprendido, lo demuestran las interpretaciones contradictorias que de él se han dado.
Así, la Revue Positiviste de París me reprocha, de una parte que trate los problemas económicos metafísicamente, mientras que de otra parte dice –¡adivínese!– que, me limito a analizar críticamente la realidad dada en vez de ofrecer recetas (¿comtistas?) para la cocina de figón del porvenir. Contra la acusación de metafísica, escribe el profesor Sieber: "En lo que se refiere a la teoría en sentido estricto, el método de Marx es el método deductivo de toda la escuela inglesa, cuyos defectos y cuyas ventajas comparten los mejores economistas teóricos." El señor M. Block –Les théoriciens du socialisme en Allemagne. Extrait du Journal des Economistes, julio y agosto de 1872– descubre que mi método es el analítico, y dice: "Con esta obra, el señor Marx se coloca entre los espíritus analíticos más brillantes." Los censores alemanes ponen el grito en el cielo, naturalmente, hablando de sofística hegeliana. El Wiestnik Ievropi ("Mensajero Europeo"), en un artículo dedicado exclusivamente al método de El Capital (número de mayo de 1872, pp. 427 a 436) encuentra que mi método de investigación es rigurosamente realista, pero el método de exposición, por desgracia, dialéctico–alemán. Y dice: "A primera vista, juzgando por la forma externa de su exposición, Marx es el filósofo más idealista que se conoce; idealista en el sentido alemán, es decir, en el mal sentido de la palabra. Pero, en realidad, es infinitamente más realista que cuantos le han precedido en el campo de la crítica económica . No hay ni asomo de razón para calificarlo de idealista." No encuentro mejor modo de contestar al autor del citado artículo que reproducir unos cuantos extractos de su propia crítica, que además interesarán seguramente a los lectores a quienes no es asequible el original ruso.
Después de transcribir unas líneas de mi prólogo a la Crítica de la economía política (Berlín, 1859, pp. IV-VII), en las que expongo la base materialista de mi método, el autor prosigue:
"Lo único que a Marx le importa es descubrir la ley de los fenómenos en cuya investigación se ocupa. Pero no sólo le interesa la ley que los gobierna cuando ya han cobrado forma definitiva y guardan entre sí una determinada relación de interdependencia, tal y como puede observarse en una época dada. Le interesa además, y sobre todo, la ley que rige sus cambios, su evolución, es decir, el tránsito de una forma a otra, de uno a otro orden de interdependencia. Una vez descubierta esta ley, procede a investigar en detalle los efectos en que se manifiesta dentro de la vida social ... Por tanto, Marx sólo se preocupa de una cosa: de demostrar mediante una concienzuda investigación científica la necesidad de determinados órdenes de relaciones sociales y de poner de manifiesto del modo más impecable los hechos que le sirven de punto de partida y de apoyo. Para ello, le basta plenamente con probar, a la par que la necesidad del orden presente, la necesidad de un orden nuevo hacia el que aquél tiene inevitablemente que derivar, siendo igual para estos efectos que los hombres lo crean o no, que tengan o no conciencia de ello. Marx concibe el movimiento social como un proceso histórico–natural regido por leyes que no sólo son independientes de la voluntad, la conciencia y la intención de los hombres, sino que además determinan su voluntad, conciencia e intenciones. Basta fijarse en el papel tan secundario que el elemento consciente representa en la historia de la cultura y se comprenderá sin ningún esfuerzo que la crítica que versa sobre la misma cultura es la que menos puede tener por base una forma o un resultado cualquiera de la conciencia. Por tanto, lo que puede servirle de punto de partida no es la idea, sino la manifestación externa, exclusivamente. La crítica tiene que limitarse a comparar y contrastar un hecho no con la idea, sino con otro hecho. Lo que a la crítica le importa es, sencillamente, que ambos hechos sean investigados de la manera más escrupulosa posible y que formen real y verdaderamente, el uno respecto al otro, distintos momentos de desarrollo, y le importa sobre todo el que se investigue con la misma escrupulosidad la serie en que aparecen enlazados los órdenes, la sucesión y articulación en que enlazan las distintas fases del desarrollo. Pero es, se dirá, que las leyes generales de la vida económica son siempre las mismas, ya se proyecten sobre el presente o sobre el pasado. Esto es precisamente lo que niega Marx. Para él, no existen tales leyes abstractas ... Según su criterio, ocurre lo contrario: cada época histórica tiene sus propias leyes . Tan pronto como la vida supera una determinada fase de su desarrollo, saliendo de una etapa para entrar en otra, empieza a estar presidida por leyes distintas. En una palabra, la vida económica nos brinda un fenómeno análogo al que nos ofrece la evolución en otros campos de la biología... Los viejos economistas desconocían el carácter de las leyes económicas cuando las comparaban con las leyes de la física y la química ... Un análisis un poco profundo de los fenómenos demuestra que los organismos sociales se distinguen unos de otros tan radicalmente como los organismos vegetales y animales. Más aún, al cambiar la estructura general de aquellos organismos, sus órganos concretos, las condiciones en que funcionan, etc., cambian también de raíz las leyes que los rigen. Marx niega, por ejemplo, que la ley de la población sea la misma para todos los lugares y todos los tiempos. Afirma, por el contrario, que toda época tiene su propia ley de población... Al cambiar el desarrollo de la capacidad productiva, cambian también las relaciones sociales y las leyes que las rigen. Trazándose como mira investigar y explicar el orden económico capitalista con este criterio, Marx se limita a formular con el máximo rigor científico la meta que toda investigación exacta de la vida económica debe proponerse. El valor científico de tales investigaciones estriba en el esclarecimiento de las leyes especiales que presiden el nacimiento, la existencia, el desarrollo y la muerte de un determinado organismo social y su sustitución por otro más elevado. Este es, indiscutiblemente, el valor que hay que reconocerle a la obra de Marx."
Pues bien, al exponer lo que él llama mi verdadero método de una manera tan acertada, y tan benévolamente además en lo que se refiere a mi modo personal de aplicarlo, ¿qué hace el autor sino describir el método dialéctico?
Claro está que el método de exposición debe distinguirse formalmente del método de investigación. La investigación ha de tender a asimilarse en detalle la materia investigada, a analizar sus diversas normas de desarrollo y a descubrir sus nexos internos. Sólo después de coronada esta labor, puede el investigador proceder a exponer adecuadamente el movimiento real. Y si sabe hacerlo y consigue reflejar idealmente en la exposición la vida de la materia, cabe siempre la posibilidad de que se tenga la impresión de estar ante una construcción a priori. Mi método dialéctico no sólo es fundamentalmente distinto del método de Hegel, sino que es, en todo y por todo, la antítesis de él. Para Hegel, el proceso del pensamiento, al que él convierte incluso, bajo el nombre de idea, en sujeto con vida propia, es el demiurgo de lo real, y esto la simple forma externa en que toma cuerpo. Para mí, lo ideal no es, por el contrario, más que lo material traducido y traspuesto a la cabeza del hombre.
Hace cerca de treinta años, en una época en que todavía estaba de moda aquella filosofía, tuve ya ocasión de criticar todo lo que había de mistificación en la dialéctica hegeliana. Pero, coincidiendo precisamente con los días en que escribía el primer volumen de El Capital, esos gruñones, petulantes y mediocres epígonos que hoy ponen cátedra en la Alemania culta, dieron en arremeter contra Hegel al modo como el bueno de Moses Mendelssohn arremetía contra Spinoza en tiempo de Lessing: tratándolo como a "perro muerto". Esto fue lo que me decidió a declararme abiertamente discípulo de aquel gran pensador, y hasta llegué a coquetear de vez en cuando, por ejemplo en el capítulo consagrado a la teoría del valor, con su lenguaje peculiar. El hecho de que la dialéctica sufra en manos de Hegel una mistificación, no obsta para que este filósofo fuese el primero que supo exponer de un modo amplio y consciente sus formas generales de movimiento. Lo que ocurre es que la dialéctica aparece en él invertida, puesta de cabeza. No hay más que darle la vuelta, mejor dicho ponerla de pie, y enseguida se descubre bajo la corteza mística la semilla racional.
La dialéctica mistificada llegó a ponerse de moda en Alemania, porque parecía transfigurar lo existente. Reducida a su forma racional, provoca la cólera y es el azote de la burguesía y de sus portavoces doctrinarios, porque en la inteligencia y explicación positiva de lo que existe se abriga a la par la inteligencia de su negación, de su muerte forzosa; porque, crítica y revolucionaria por esencia, enfoca todas las formas actuales en pleno movimiento, sin omitir, por tanto, lo que tiene de perecedero y sin dejarse intimidar por nada.
Donde más patente y más sensible se le revela al burgués práctico el movimiento lleno de contradicciones de la sociedad capitalista, es en las alternativas del ciclo periódico recorrido por la industria moderna y en su punto culminante: el de la crisis general. Esta crisis general está de nuevo en marcha, aunque no haya pasado todavía de su fase preliminar. La extensión universal del escenario en que habrá de desarrollarse y la intensidad de sus efectos, harán que les entre por la cabeza la dialéctica hasta a esos mimados advenedizos del nuevo Sacro Imperio prusiano-alemán.
CARLOS MARX
Londres, 24 de enero de 1873.

                              
                                          "Jardín a la inversa " - 41x33 cm

                                                  Obra de Miguel Oscar Menassa

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