Ce ton si élevé de l’espagnol est un défaut, un vieux défaut déjà, de race. Vieux et incurable. C’est une maladie chronique.
Nous, les Espagnols, nous avons la gorge irritée, la gorge à vif. Nous parlons à cri blessé et nous sommes désaccordés pour toujours, pour toujours parce que trois fois, trois fois, trois fois nous avons dû nous égosiller dans l’histoire jusqu’à nous déchirer le larynx.
La première fois, c’est quand nous avons découvert ce continent et qu’il a fallu que nous criions sans aucune mesure : Terre ! Terre ! Terre ! Il fallait crier ce mot pour qu’il résonne plus que la mer et qu’il arrive aux oreilles des hommes qui étaient restés sur l’autre rive. Nous venions de découvrir un nouveau monde, un monde ayant d’autres dimensions auquel, cinq siècles plus tard, dans le grand naufrage de l’Europe, devait s’accrocher l’espérance de l’homme. Il y avait des motifs pour parler fort ! Il y avait des motifs pour crier !
La deuxième fois c’est quand est arrivé dans le monde, grotesquement vêtu avec une lance brisée et une visière de papier, ce fantôme saugrenu de la Manche, lançant au vent démesurément ce mot de lumière oublié par les hommes : justice ! justice ! justice ! Il y avait aussi des motifs pour crier ! Il y avait aussi des motifs pour parler fort !
L’autre cri est plus récent. Moi, j’ai fait partie du chœur. J’ai encore la voix sombre de l’enrouement.
C’est celui que nous avons crié sur la colline de Madrid, en 1936, pour prévenir le troupeau, pour inciter les bergers à la révolte, pour réveiller le monde : Eh ! Au loup ! Au loup ! Au loup !
Celui qui a dit terre et celui qui a dit justice, c’est le même Espagnol qui criait il y a six mois seulement, de la colline de Madrid, aux pasteurs : Eh ! Au loup !
Personne ne l’a entendu. Les vieux maîtres bergers du monde qui écrivent l’histoire selon leur caprice, ont fermé tous les volets, ils ont fait les sourds, ils se sont bouchés les oreilles avec du ciment et maintenant encore ils ne font que demander comme des pédants : Mais pourquoi l’Espagnol parle-t-il si fort ?
Cependant, l’Espagnol ne parle pas fort. Je l’ai déjà dit. Je le répéterai de nouveau: l’Espagnol parle au niveau exact de l’homme et celui qui pense qu’il parle trop fort c’est parce qu’il écoute du fond d’un puits.
Moi je suis du temps du tango
Où mêm' les durs étaient dingos
De cett' fleur du guinche exotique
Ils y paumaient leur énergie
Car abuser d'la nostalgie
C'est comm' l'opium, ça intoxique
Costume clair et chemis' blanche
Dans le sous-sol du Mikado
J'en ai passé des beaux dimanches
Des bell's venaient en avalanche
Et vous offraient comme un cadeau
Rondeurs du sein et de la hanche
Pour qu'on leur fass' danser l'tango !
Ces môm's-là, faut pas vous tromper
C'était d'la bell' petit' poupée
Mais pas des fill's, ni des mondaines
Et dam', quand on a travaillé
Six jours entiers, on peut s'payer
D'un coeur léger, un' fin d'semaine
Si par hasard et sans manières
Le coup d'béguin venait bientôt
Ell's se donnaient, c'était sincère
Ah ! c'que les femmes ont pu me plaire
Et c'que j'ai plu ! J'étais si beau !
Faudrait pouvoir fair' marche arrière
Comme on l'fait pour danser l'tango !
Des tangos, y'en avait des tas
Mais moi j'préférais " Violetta "
C'est si joli quand on le chante
Surtout quand la boul' de cristal
Balance aux quatre coins du bal
Tout un manèg' d'étoil's filantes
Alors, c'était plus Valentine
C'était plus Loulou, ni Margot
Dont je serrais la taille fine
C'était la rein' de l'Argentine
Et moi j'étais son hidalgo
Œil de velours et main câline
Ah ! c'que j'aimais danser l'tango !
Mais doucement passent les jours
Adieu, la jeunesse et l'amour
Les petit's mômes et les " je t'aime "
On laiss' la place et c'est normal
Chacun son tour d'aller au bal
Faut pas qu'ça soit toujours aux mêmes
Le cœur, ça se dit : corazon
En espagnol dans les tangos
Et dans mon cœur, ce mot résonne
Et sur le boul'vard, en automne
En passant près du Mikado
Je n'm'arrêt' plus, mais je fredonne
C'était bath, le temps du tango !
Antonio Pigafetta, un navegante florentino que acompañó a Magallanes en el primer viaje alrededor del mundo, escribió a su paso por nuestra América meridional una crónica rigurosa que sin embargo parece una aventura de la imaginación. Contó que había visto cerdos con el ombligo en el lomo, y unos pájaros sin patas cuyas hembras empollaban en las espaldas del macho, y otros como alcatraces sin lengua cuyos picos parecían una cuchara. Contó que había visto un engendro animal con cabeza y orejas de mula, cuerpo de camello, patas de ciervo y relincho de caballo. Contó que al primer nativo que encontraron en la Patagonia le pusieron enfrente un espejo, y que aquel gigante enardecido perdió el uso de la razón por el pavor de su propia imagen.
Este libro breve y fascinante, en el cual ya se vislumbran los gérmenes de nuestras novelas de hoy, no es ni mucho menos el testimonios más asombroso de nuestra realidad de aquellos tiempos. Los Cronistas de Indias nos legaron otros incontables. Eldorado, nuestro país ilusorio tan codiciado, figuró en mapas numerosos durante largos años, cambiando de lugar y de forma según la fantasía de los cartógrafos. En busca de la fuente de la Eterna Juventud, el mítico Alvar Núñez Cabeza de Vaca exploró durante ocho años el norte de México, en una expedición venática cuyos miembros se comieron unos a otros y sólo llegaron cinco de los 600 que la emprendieron. Uno de los tantos misterios que nunca fueron descifrados, es el de las once mil mulas cargadas con cien libras de oro cada una, que un día salieron del Cuzco para pagar el rescate de Atahualpa y nunca llegaron a su destino. Más tarde, durante la colonia, se vendían en Cartagena de Indias unas gallinas criadas en tierras de aluvión, en cuyas mollejas se encontraban piedrecitas de oro. Este delirio áureo de nuestros fundadores nos persiguió hasta hace poco tiempo. Apenas en el siglo pasado la misión alemana de estudiar la construcción de un ferrocarril interoceánico en el istmo de Panamá, concluyó que el proyecto era viable con la condición de que los rieles no se hicieran de hierro, que era un metal escaso en la región, sino que se hicieran de oro.
La independencia del dominio español no nos puso a salvo de la demencia. El general Antonio López de Santana, que fue tres veces dictador de México, hizo enterrar con funerales magníficos la pierna derecha que había perdido en la llamada Guerra de los Pasteles. El general García Moreno gobernó al Ecuador durante 16 años como un monarca absoluto, y su cadáver fue velado con su uniforme de gala y su coraza de condecoraciones sentado en la silla presidencial. El general Maximiliano Hernández Martínez, el déspota teósofo de El Salvador que hizo exterminar en una matanza bárbara a 30 mil campesinos, había inventado un péndulo para averiguar si los alimentos estaban envenenados, e hizo cubrir con papel rojo el alumbrado público para combatir una epidemia de escarlatina. El monumento al general Francisco Morazán, erigido en la plaza mayor de Tegucigalpa, es en realidad una estatua del mariscal Ney comprada en París en un depósito de esculturas usadas.
Hace once años, uno de los poetas insignes de nuestro tiempo, el chileno Pablo Neruda, iluminó este ámbito con su palabra. En las buenas conciencias de Europa, y a veces también en las malas, han irrumpido desde entonces con más ímpetus que nunca las noticias fantasmales de la América Latina, esa patria inmensa de hombres alucinados y mujeres históricas, cuya terquedad sin fin se confunde con la leyenda. No hemos tenido un instante de sosiego. Un presidente prometeico atrincherado en su palacio en llamas murió peleando solo contra todo un ejército, y dos desastres aéreos sospechosos y nunca esclarecidos segaron la vida de otro de corazón generoso, y la de un militar demócrata que había restaurado la dignidad de su pueblo. En este lapso ha habido 5 guerras y 17 golpes de estado, y surgió un dictador luciferino que en el nombre de Dios lleva a cabo el primer etnocidio de América Latina en nuestro tiempo. Mientras tanto 20 millones de niños latinoamericanos morían antes de cumplir dos años, que son más de cuantos han nacido en Europa occidental desde 1970. Los desaparecidos por motivos de la represión son casi los 120 mil, que es como si hoy no se supiera dónde están todos los habitantes de la ciudad de Upsala. Numerosas mujeres arrestadas encintas dieron a luz en cárceles argentinas, pero aún se ignora el paradero y la identidad de sus hijos, que fueron dados en adopción clandestina o internados en orfanatos por las autoridades militares. Por no querer que las cosas siguieran así han muerto cerca de 200 mil mujeres y hombres en todo el continente, y más de 100 mil perecieron en tres pequeños y voluntariosos países de la América Central, Nicaragua, El Salvador y Guatemala. Si esto fuera en los Estados Unidos, la cifra proporcional sería de un millón 600 mil muertes violentas en cuatro años.
De Chile, país de tradiciones hospitalarias, ha huido un millón de personas: el 10 por ciento de su población. El Uruguay, una nación minúscula de dos y medio millones de habitantes que se consideraba como el país más civilizado del continente, ha perdido en el destierro a uno de cada cinco ciudadanos. La guerra civil en El Salvador ha causado desde 1979 casi un refugiado cada 20 minutos. El país que se pudiera hacer con todos los exiliados y emigrados forzosos de América latina, tendría una población más numerosa que Noruega.
Me atrevo a pensar que es esta realidad descomunal, y no sólo su expresión literaria, la que este año ha merecido la atención de la Academia Sueca de la Letras. Una realidad que no es la del papel, sino que vive con nosotros y determina cada instante de nuestras incontables muertes cotidianas, y que sustenta un manantial de creación insaciable, pleno de desdicha y de belleza, del cual éste colombiano errante y nostálgico no es más que una cifra más señalada por la suerte. Poetas y mendigos, músicos y profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida. Este es, amigos,
Este es, amigos, el nudo de nuestra soledad.
Pues si estas dificultades nos entorpecen a nosotros, que somos de su esencia, no es difícil entender que los talentos racionales de este lado del mundo, extasiados en la contemplación de sus propias culturas, se hayan quedado sin un método válido para interpretarnos. Es comprensible que insistan en medirnos con la misma vara con que se miden a sí mismos, sin recordar que los estragos de la vida no son iguales para todos, y que la búsqueda de la identidad propia es tan ardua y sangrienta para nosotros como lo fue para ellos. La interpretación de nuestra realidad con esquemas ajenos sólo contribuye a hacernos cada vez más desconocidos, cada vez menos libres, cada vez más solitarios. Tal vez la Europa venerable sería más comprensiva si tratara de vernos en su propio pasado. Si recordara que Londres necesitó 300 años para construir su primera muralla y otros 300 para tener un obispo, que Roma se debatió en las tinieblas de incertidumbre durante 20 siglos antes de que un rey etrusco la implantara en la historia, y que aún en el siglo XVI los pacíficos suizos de hoy, que nos deleitan con sus quesos mansos y sus relojes impávidos, ensangrentaron a Europa con soldados de fortuna. Aún en el apogeo del Renacimiento, 12 mil lansquenetes a sueldo de los ejércitos imperiales saquearon y devastaron a Roma, y pasaron a cuchillo a ocho mil de sus habitantes.
No pretendo encarnar las ilusiones de Tonio Kröger, cuyos sueños de unión entre un norte casto y un sur apasionado exaltaba Thomas Mann hace 53 años en este lugar. Pero creo que los europeos de espíritu clarificador, los que luchan también aquí por una patria grande más humana y más justa, podrían ayudarnos mejor si revisaran a fondo su manera de vernos. La solidaridad con nuestros sueños no nos haría sentir menos solos, mientras no se concrete con actos de respaldo legítimo a los pueblos que asuman la ilusión de tener una vida propia en el reparto del mundo.
América Latina no quiere ni tiene por qué ser un alfil sin albedrío, ni tiene nada de quimérico que sus designios de independencia y originalidad se conviertan en una aspiración occidental.
No obstante, los progresos de la navegación que han reducido tantas distancias entre nuestras Américas y Europa, parecen haber aumentado en cambio nuestra distancia cultural. ¿Por qué la originalidad que se nos admite sin reservas en la literatura se nos niega con toda clase de suspicacias en nuestras tentativas tan difíciles de cambio social? ¿Por qué pensar que la justicia social que los europeos de avanzada tratan de imponer en sus países no puede ser también un objetivo latinoamericano con métodos distintos en condiciones diferentes? No: la violencia y el dolor desmesurados de nuestra historia son el resultado de injusticias seculares y amarguras sin cuento, y no una confabulación urdida a 3 mil leguas de nuestra casa. Pero muchos dirigentes y pensadores europeos lo han creído, con el infantilismo de los abuelos que olvidaron las locuras fructíferas de su juventud, como si no fuera posible otro destino que vivir a merced de los dos grandes dueños del mundo. Este es, amigos, el tamaño de nuestra soledad.
Sin embargo, frente a la opresión, el saqueo y el abandono, nuestra respuesta es la vida. Ni los diluvios ni las pestes, ni las hambrunas ni los cataclismos, ni siquiera las guerras eternas a través de los siglos y los siglos han conseguido reducir la ventaja tenaz de la vida sobre la muerte. Una ventaja que aumenta y se acelera: cada año hay 74 millones más de nacimientos que de defunciones, una cantidad de vivos nuevos como para aumentar siete veces cada año la población de Nueva York. La mayoría de ellos nacen en los países con menos recursos, y entre éstos, por supuesto, los de América Latina. En cambio, los países más prósperos han logrado acumular suficiente poder de destrucción como para aniquilar cien veces no sólo a todos los seres humanos que han existido hasta hoy, sino la totalidad de los seres vivos que han pasado por este planeta de infortunios.
Un día como el de hoy, mi maestro William Faullkner dijo en este lugar: "Me niego a admitir el fin del hombre". No me sentiría digno de ocupar este sitio que fue suyo si no tuviera la conciencia plena de que por primera vez desde los orígenes de la humanidad, el desastre colosal que él se negaba a admitir hace 32 años es ahora nada más que una simple posibilidad científica. Ante esta realidad sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano debió de parecer una utopía, los inventores de fábulas que todo lo creemos, nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra.
Agradezco a la Academia de Letras de Suecia el que me haya distinguido con un premio que me coloca junto a muchos de quienes orientaron y enriquecieron mis años de lector y de cotidiano celebrante de ese delirio sin apelación que es el oficio de escribir. Sus nombres y sus obras se me presentan hoy como sombras tutelares, pero también como el compromiso, a menudo agobiante, que se adquiere con este honor. Un duro honor que en ellos me pareció de simple justicia, pero que en mí entiendo como una más de esas lecciones con las que suele sorprendernos el destino, y que hacen más evidente nuestra condición de juguetes de un azar indescifrable, cuya única y desoladora recompensa, suelen ser, la mayoría de las veces, la incomprensión y el olvido.
Es por ello apenas natural que me interrogara, allá en ese trasfondo secreto en donde solemos trasegar con las verdades más esenciales que conforman nuestra identidad, cuál ha sido el sustento constante de mi obra, qué pudo haber llamado la atención de una manera tan comprometedora a este tribunal de árbitros tan severos. Confieso sin falsas modestias que no me ha sido fácil encontrar la razón, pero quiero creer que ha sido la misma que yo hubiera deseado. Quiero creer, amigos, que este es, una vez más, un homenaje que se rinde a la poesía. A la poesía por cuya virtud el inventario abrumador de las naves que numeró en su Iliada el viejo Homero está visitado por un viento que las empuja a navegar con su presteza intemporal y alucinada. La poesía que sostiene, en el delgado andamiaje de los tercetos del Dante, toda la fábrica densa y colosal de la Edad Media. La poesía que con tan milagrosa totalidad rescata a nuestra América en las Alturas de Machu Pichu de Pablo Neruda el grande, el más grande, y donde destilan su tristeza milenaria nuestros mejores sueños sin salida. La poesía, en fin, esa energía secreta de la vida cotidiana, que cuece los garbanzos en la cocina, y contagia el amor y repite las imágenes en los espejos.
En cada línea que escribo trato siempre, con mayor o menor fortuna, de invocar los espíritus esquivos de la poesía, y trato de dejar en cada palabra el testimonio de mi devoción por sus virtudes de adivinación, y por su permanente victoria contra los sordos poderes de la muerte. El premio que acabo de recibir lo entiendo, con toda humildad, como la consoladora revelación de que mi intento no ha sido en vano. Es por eso que invito a todos ustedes a brindar por lo que un gran poeta de nuestras Américas, Luis Cardoza y Aragón, ha definido como la única prueba concreta de la existencia del hombre: la poesía. Muchas gracias.
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VOLVÍA A CASA
Volvía a casa entre disparos y engañadas multitudes
ciegas en su tormenta, amado pueblo mío.
Qué trágico, qué duro, qué cruel nuestro destino
de arar sobre el mar y que la luz te enlute.
Desasosiego físico, que podía palpar
como un dolor de muelas en el alma,
me saturaba el cuerpo: zozobra que era náusea,
entre certeza y duda de tu verdad mañana.
Yo soy mi pueblo ciego con los ojos abiertos.
Mi pueblo luminoso embarrado de sombra.
La realidad y el sueño, la raíz y el lucero.
La guitarra que siembra la semilla del alba.
Por igual me dolían la bala y el herido.
Tu día levantaba sus blancas torres altas
lúcidas de esplendor, oh recio pueblo mío,
si tu noche invadíame con pirámides truncas.
Sólo soy la guitarra que canta con su pueblo.
Aliento de su barro mi voz suya.
Hoy día, donde tantas revoluciones fracasan, es cuando declaro para todos nosotros, que el desorden es contrarrevolucionario.
Virtud de todo sistema es ocultar, sistemáticamente, todo aquello que pueda mostrar alguna posibilidad de transformación del sistema.
Y los sistemas actuales imponen a todo creador, para no dejarle ver lo que es capaz de transformar, el desorden. En apariencia comodidad creativa pero en verdad espesa cortina de humo sucio sobre todo lo que nace para crecer diferente.
Y nosotros debemos confesarlo, antes de cambiar, fuimos drogadictos del desorden. Por un poco de desorden éramos capaces de dar la vida misma. Hasta llegaron a pagarme dinero con la intención de que eso produjera un cierto desorden en vuestra alma; vuestra manera de pensar; vuestro bolsillo. Y ahora que habéis conseguido todo el desorden, ahora, os digo: así no se puede vivir. No hay más pasos para quienes no son capaces (por el desorden) de saber quién es la palabra. Dónde están esas palabras. Dónde aquellos escritos. Dónde esa experiencia. Dónde esos libros publicados; dónde la vida de cada uno; dónde los maestros; quién el deseo. ¿O acaso basta escribir un sólo poema para que todos los levantadores de pesas se transformen en poetas?
Y desorden no es sólo humo; también es envidia negar la existencia de lo producido porque no se lo encuentra o no se lo ve. Y es por eso que me animo, en esta nueva temporada que comienza, a escribir esta carta abierta donde pienso dejar sentado, de manera contundente, un psicoanalista en vuestras mentes. Algo psíquico en nosotros que nos diferencia dentro de las comunidades psicoanalíticas como Grupo Cero.
Queda a partir de hoy en todo el territorio Grupo Cero, no permitido hacerse el boludo, el gilipollas; el esquizofrénico; la puta; la joven engañada; el hombre celoso; la mujer empecinada en tener lo que no le serviría para nada. No está permitida ninguna sexualidad fuera de la palabra y ésa será nuestra ideología.
Y una vez que consigamos rechazar la estupidez, la desidia y una vez que hayamos conseguido superar el desaliento que todo sistema produce en sus creadores para inhibirlos y una vez que consigamos que nuestro cuerpo no pese nada, entonces comenzará nuestra verdadera historia. Y seremos valientes para enfrentar lo que nos toque y sentiremos que lo que está pasando, está pasando.
Y decidir -podemos hacerlo entre todos- que nuestra vida es eso, lo que hicimos, lo que seamos capaces de proyectar hacer. Y cuando alguien nos diga que es imposible hacer tanto con nada, nosotros les mostraremos nuestros genitales en su lugar, nuestro dinero en cuentas bancarias supervisadas por Hacienda con todos los impuestos pagos y, también, les mostraremos la fotografía de nuestros padres ya muertos para que vean que hubimos de tener familia y cien mil páginas escritas perfectamente corregidas, perfectamente publicadas, perfectamente distribuidas, que tendrán que leer antes de abrir juicio sobre nosotros y, en eso, se pasarán cien años.
Y si ninguno de nosotros puede vivir ciento cincuenta años, a ningún muerto importa ser juzgado y si alguno de nosotros pudiera lo que deseamos todos, siempre un juicio a los 150 años da fama y prestigio.
Cien mil páginas, bien escritas, bien publicadas, bien distribuidas y ya no tendremos por qué tener miedo.
Después todavía tendremos tiempo de conversar cómo fue que lo hicimos. Y habrá descontentos entre nosotros y otros que creerán haberlo hecho todo solos y, seguramente, yo escribiré un poema donde explique que nunca se me dio verdaderamente mi lugar, y alguna mujer, algún niño llevado en brazos toda la travesía, podrá decir que si no hubiera sido por su amor nada hubiera sido posible; pero sin embargo en esa conversación, después de lo ocurrido, algo bueno se pensará para el hombre. En esos seres humanos con sentimientos tan comunes, ocurrirá algo nuevo para el hombre.
A pesar de que estaremos a punto de morir en esa conversación después de lo ocurrido, ocurrirá algo grandioso para el hombre.
No al desorden, quiere decir entonces que somos capaces de atribuirnos la capacidad futura de rasgar esos caminos que forjarán nuevas historias, nuevas civilizaciones.
Hemos aprendido que la bestia de la poesía no puede ser saciada por ningún dinero (aunque su confort sea el más alto), ni por ningún sexo (aunque su promesa sea la más bella). Por eso decidimos que la bestia no habrá de morir. Digo que, si así todos los deseáramos, habrá entre nosotros sexo y dinero; pero la bestia no morirá, pase lo que pase con el dinero o con el sexo, la poesía nos acompañará hasta el final y nada de versitos, porque la poesía es una manera fuerte de vivir en el mundo, una manera valiente de los terráqueos de mostrar a lo infinito lo que habrá sucedido.
Queda claro que, si estará hasta el final, tendrá que estar en el principio y eso es el orden que vengo a proponerles: el orden poético, la jerarquía de una lectura poética que no pueda ser comprendida sino por aquellos a quienes esté dirigida. Una lectura que no sufra las deformaciones perversas que los poderosos producen en las lecturas que comprenden. Una lectura cuyo procesamiento produzca una escritura nueva que señale de un modo definitivo que en este siglo algo ha pasado.
Antes de despedirme de ustedes para que ya dé comienzo la temporada, quiero recordarles para que luego vuelvan a olvidarlo, que formarse como psicoanalista y/o aceptar que un poeta viva en nosotros, son dos bellas tareas que muy bien hacen a la humanidad; pero debe saberse que son tareas para toda la vida y donde, toda la vida, cada vez, se pone toda ella en juego. Y eso es la vida de un creador: una vida para otros.
Tomo el camino de mis versos y ya nadie me podrá decir que no he cumplido. Alguna mujer amará ese delirio y se hundirá levemente, por mí, en la muerte.
Yo ya no cantaré y, sin embargo, aún habrá canto, aún habrá voces sin mi voz.
Y cerraré mis ojos y no podré detener el mundo de la luz y el fuego vivirá.
Sambolera mayi hijo
(Toby ninkevin Mulligan)
la sambolera mundo
oh! Se yijifondeya
Nuestro mundo sambolera
¿Por qué la locura ... mayi
la sambolera mundo
oh! Se jisondeka
no un dios sambolera
oh! la gente ... mayi
mala gente sambolera
oh! no uluma
dice ji dijo sambolera
Su mundo es ... mayi
Si Dios quiere sambolera
oh! se gukumbuka
manera de darle sambolera
oh! tratar de
delante de Dios sambolera
oh! ¿Cómo responder?
dicen que el dios o ju
habían sido asesinados Corazon
¡Oh! guerre de Dios?
oh! guerre de qué color?
oh! guerre arterial alta
color de la sangre
Otros son un
La sangre es más sambolera
oh! Que las personas persiguen
ju sambolera persona del singular
oh! Él quiere ... mayi
es la guerra ... hijo
ACA decir sambolera
oh! mayisha presencia
dirán que sambolera
alakini Corazon
No tubiye
ngoyela ... hijo
Mayele
oh! oh! oh!
Niye! Niye! Niye!
los locos no wuogope hijo ...
Moi je traîne dans le désert depuis plus de vingt-huit jours et
Déjà quelques mirages me disent de faire demi-tour
La fée des neiges me suit tapant sur son tambour.
Les fantômes du syndicat, les marchands de certitudes
Se sont glissés jusqu'à ma dune, reprochant mon attitude,
C'est pas très populaire le goût d'la solitude.
(refrain)
Quand t'es dans le désert, depuis trop longtemps,
Tu t'demandes à qui ça sert
Toutes les règles un peu truquées du jeu qu'on veut t'faire jouer,
Les yeux bandés.
Tous les rapaces du pouvoir menés par un gros clown sinistre
Plongent vers moi sur la musique d'un piètre accordéoniste
J'crois pas qu'ils viennent me parler des joies d'la vie d'artiste.
De l'autre côté voilà Caïn toujours aussi lunatique
Son œil est rempli de sable et sa bouche pleine de verdicts
Il trône dans un cimetière de veilles pelles mécaniques.
(refrain)
Les gens disent que les poètes finissent tous trafiquant d'armes
On est cinquante millions de poètes,
C'est ça qui doit faire notre charme
Sur la lune de Saturne mon perroquet sonne l'alarme
C'est drôle mais tout l'monde s'en fout !
Vendredi tombant nulle part, y'a Robinson solitaire
Qui m'a dit : "J'trouve plus mon île, vous n'auriez pas vu la mer ?"
Va falloir que j'lui parle du thermo-nucléaire".
Hier un homme est venu vers moi d'une démarche un peu traînante
Il m'a dit : "T'as t'nu combien d'jours ?" J'ai répondu : "Bientôt trente"
J'me souviens qu'il espérait tenir jusqu'à quarante.
Quand j'ai d'mandé son message il m'a dit d'un air tranquille
"les politiciens finiront tous un jour au fond d'un asile"
j'ai compris que j'pourrais bientôt regagner la ville.
Il fait la noce éternelle.
La table est dans la tonnelle ;
Mort ivre, il tombe dessous ;
Et, c’est là sa réussite,
Il va, quand il ressuscite,
Au paradis pour six sous.
Rire et boire, et c’est la vie !
On régale ; on se convie
Sur le vieux comptoir de plomb ;
Toujours fête ; et le dimanche
Tient le lundi par la manche ;
Le dimanche a le bras long.
Le broc luit sous les charmilles.
— Nous tendrons un verre aux filles
Et nous les embrasserons ;
Être heureux, c’est très facile.
La Grèce avait le Pœcile,
La France a les Porcherons.
Las, on se couche aux carrières… -
Oh ! Ce peuple des barrières !
Oh ! Ce peuple des faubourgs !
Fou de gaîtés puériles,
Donnant quelques fleurs stériles
Pour tant de profonds labours !
Il dort, il chante, il s’irrite.
Rome dit : quel sybarite !
Sybaris dit : quel romain !
À toute minute il change ;
Et ce serait un archange
Si ce n’était un gamin.
L’athénien est son père.
Par moments on désespère ;
Il quitte et reprend son bât.
Devinez cette charade :
Il achève en mascarade
Ce qu’il commence en combat.
Il n’a plus rien dans les veines ;
Il emploie aux danses vaines
Ces grands mois, juillet, août ;
Quel bâtard, ou quel maroufle !
— Mais un vent inconnu souffle ;
Il se lève tout à coup,
Tout ruisselant d’espérance,
Disant : je m’appelle France !
Splendide, ivre de péril,
Beau, joyeux, l’âme éveillée,
Comme une abeille mouillée
De rosée au mois d’avril !
Il se lève formidable,
Abordant l’inabordable,
Prenant dans ses poings le feu,
Sonnant l’heure solennelle,
Ayant l’homme sous son aile
Et dans sa prunelle Dieu !
Fier, il mord dans le fer rouge.
Il change en éden le bouge,
Enfante chefs et soldats,
Et, se dressant dans sa gloire,
Finit sa chanson à boire
Par ce cri : Léonidas !
Qu’un autre lui jette un blâme.
Il est le peuple et la femme ;
C’est l’enfant insoucieux
Qui soudain s’allume et brille ;
Il descend de la Courtille,
Mais il monte dans les cieux.
La lune a dégagé son disque de la masse des nuages, et caresse avec ses pâles rayons cette douce figure d'adolescent. Ses traits expriment l'énergie la plus virile, en même temps que la grâce d'une vierge céleste. Rien ne paraît naturel en lui, pas même les muscles de son corps, qui se fraient un passage à travers les contours harmonieux de formes féminines. Il a le bras recourbé sur le front, l'autre main appuyée contre la poitrine, comme pour comprimer les battements d'un cœur fermé à toutes les confidences, et chargé du pesant fardeau d'un secret éternel. Fatigué de la vie, et honteux de marcher parmi des êtres qui ne lui ressemblent pas, le désespoir a gagné son âme, et il s'en va seul, comme le mendiant de la vallée. Comment se procure-t-il les moyens d'existence? Des âmes compatissantes veillent de près sur lui, sans qu'il se doute de cette surveillance, et ne l'abandonnent pas: il est si bon! il est si résigné! Volontiers il parle quelquefois avec ceux qui ont le caractère sensible, sans leur toucher la main, et se tient à distance, dans la crainte d'un danger imaginaire. Si on lui demande pourquoi il a pris la solitude pour compagne, ses yeux se lèvent vers le ciel, et retiennent avec peine une larme de reproche contre la Providence; mais, il ne répond pas à cette question imprudente, qui répand, dans la neige de ses paupières, la rougeur de la rose matinale. Si l'entretien se prolonge, il devient inquiet, tourne les yeux vers les quatre points de l'horizon, comme pour chercher à fuir la présence d'un ennemi invisible qui s'approche, fait de la main un adieu brusque, s'éloigne sur les ailes de sa pudeur en éveil, et disparaît dans la forêt. On le prend généralement pour un fou. Un jour, quatre hommes masqués, qui avaient reçu des ordres, se jetèrent sur lui et le garrottèrent solidement, de manière qu'il ne pût remuer que les jambes. Le fouet abattit ses rudes lanières sur son dos, et ils lui dirent qu'il se dirigeât sans délai vers la route qui mène à Bicêtre. Il se mit à sourire en recevant les coups, et leur parla avec tant de sentiment, d'intelligence sur beaucoup de sciences humaines qu'il avait étudiées et qui montraient une grande instruction dans celui qui n'avait pas encore franchi le seuil de la jeunesse, et sur les destinées de l'humanité où il dévoila entière la noblesse poétique de son âme, que ses gardiens, épouvantés jusqu'au sang de l'action qu'ils avaient commise, délièrent ses membres brisés, se traînèrent à ses genoux, en demandant un pardon qui fut accordé, et s'éloignèrent, avec les marques d'une vénération qui ne s'accorde pas ordinairement aux hommes. Depuis cet événement, dont on parla beaucoup, son secret fut deviné par chacun, mais on paraît l'ignorer, pour ne pas augmenter ses souffrances; et le gouvernement lui accorde une pension honorable, pour lui faire oublier qu'un instant on voulut l'introduire par force, sans vérification préalable, dans un hospice d'aliénés. Lui, il emploie la moitié de son argent; le reste, il le donne aux pauvres. Quand il voit un homme et une femme qui se promènent dans quelque allée de platanes, il sent son corps se fendre en deux de bas en haut, et chaque partie nouvelle aller étreindre un des promeneurs; mais, ce n'est qu'une hallucination, et la raison ne tarde pas à reprendre son empire. C'est pourquoi, il ne mêle sa présence, ni parmi les hommes, ni parmi les femmes; car, sa pudeur excessive, qui a pris jour dans cette idée qu'il n'est qu'un monstre, l'empêche d'accorder sa sympathie brûlante à qui que ce soit. Il croirait se profaner, et il croirait profaner les autres. Son orgueil lui répète cet axiome: « Que chacun reste dans sa nature. » Son orgueil, ai-je dit, parce qu'il craint qu'en joignant sa vie à un homme ou à une femme, on ne lui reproche tôt ou tard, comme une faute énorme, la conformation de son organisation. Alors, il se retranche dans son amour-propre, offensé par cette supposition impie qui ne vient que de lui, et il persévère à rester seul, au milieu des tourments, et sans consolation. Là, dans un bosquet entouré de fleurs, dort l'hermaphrodite, profondément assoupi sur le gazon, mouillé de ses pleurs. Les oiseaux, éveillés, contemplent avec ravissement cette figure mélancolique, à travers les branches des arbres, et le rossignol ne veut pas faire entendre ses cavatines de cristal. Le bois est devenu auguste comme une tombe, par la présence nocturne de l'hermaphrodite infortuné. O voyageur égaré, par ton esprit d'aventure qui t'a fait quitter ton père et ta mère, dès l'âge le plus tendre; par les souffrances que la soif t'a causées, dans le désert; par ta patrie que tu cherches peut-être, après avoir longtemps erré, proscrit, dans des contrées étrangères; par ton coursier, ton fidèle ami, qui a supporté, avec toi, l'exil et l'intempérie des climats que te faisait parcourir ton humeur vagabonde; par la dignité que donnent à l'homme les voyages sur les terres lointaines et les mers inexplorées, au milieu des glaçons polaires, ou sous l'influence d'un soleil torride, ne touche pas avec ta main, comme avec un frémissement de la brise, ces boucles de cheveux, répandues sur le sol, et qui se mêlent à l'herbe verte. Écarte-toi de plusieurs pas, et tu agiras mieux ainsi. Cette chevelure est sacrée; c'est l'hermaphrodite lui-même qui l'a voulu. Il ne veut pas que des lèvres humaines embrassent religieusement ses cheveux, parfumés par le souffle de la montagne, pas plus que son front, qui resplendit, en cet instant, comme les étoiles du firmament. Mais, il vaut mieux croire que c'est une étoile elle-même qui est descendue de son orbite, en traversant l'espace, sur ce front majestueux, qu'elle entoure avec sa clarté de diamant, comme d'une auréole. La nuit, écartant du doigt sa tristesse, se revêt de tous ses charmes pour fêter le sommeil de cette incarnation de la pudeur, de cette image parfaite de l'innocence des anges: le bruissement des insectes est moins perceptible. Les branches penchent sur lui leur élévation touffue, afin de le préserver de la rosée, et la brise, faisant résonner les cordes de sa harpe mélodieuse, envoie ses accords joyeux, à travers le silence universel, vers ces paupières baissées, qui croient assister, immobiles, au concert cadencé des mondes suspendus. Il rêve qu'il est heureux; que sa nature corporelle a changé; ou que, du moins, il s'est envolé sur un nuage pourpre, vers une autre sphère, habitée par des êtres de même nature que lui. Hélas! que son illusion se prolonge jusqu'au réveil de l'aurore! Il rêve que les fleurs dansent autour de lui en rond, comme d'immenses guirlandes folles, et l’imprègnent de leurs parfums suaves, pendant qu'il chante un hymne d'amour, entre les bras d'un être humain d'une beauté magique. Mais, ce n'est qu'une vapeur crépusculaire que ses bras entrelacent; et, quand il se réveillera, ses bras ne l'entrelaceront plus. Ne te réveille pas, hermaphrodite; ne te réveille pas encore, je t'en supplie. Pourquoi ne veux-tu pas me croire? Dors... dors toujours. Que ta poitrine se soulève, en poursuivant l'espoir chimérique du bonheur, je te le permets; mais, n'ouvre pas tes yeux. Ah ! n'ouvre pas tes yeux! Je veux te quitter ainsi, pour ne pas être témoin de ton réveil. Peut-être un jour, à l'aide d'un livre volumineux, dans des pages émues, raconterai-je ton histoire, épouvanté de ce qu'elle contient, et des enseignements qui s'en dégagent. Jusqu'ici, je ne l'ai pas pu; car, chaque fois que je l'ai voulu, d'abondantes larmes tombaient sur le papier, et mes doigts tremblaient, sans que ce fût de vieillesse. Mais, je veux avoir à la fin ce courage. Je suis indigné de n'avoir pas plus de nerfs qu'une femme, et de m'évanouir, comme une petite fille, chaque fois que je réfléchis à ta grande misère. Dors... dors toujours; mais, n'ouvre pas tes yeux. Ah! n'ouvre pas tes yeux! Adieu, hermaphrodite! Chaque jour, je ne manquerai pas de prier le ciel pour toi (si c'était pour moi, je ne le prierai point). Que la paix soit dans ton sein!
Les Chants de Maldoror - Chant deuxième/7
Le Comte de Lautréamont
Son apenas dos piedras.
Nada más que dos piedras sin inscripción alguna,
recogidas un día para ser sólo piedras en el altar de la
memoria.
Aun menos que reliquias, que testigos inermes hasta el juicio
final.
Rodaron hasta mí desde las dos vertientes de mi genealogía,
más remotas que lapas adheridas a ciegas a la prescindencia y al sopor.
Y de repente cierto matiz intencionado,
cierto recogimiento sospechoso entre los tensos bordes a
punto de estallar,
el suspenso que vibra en una estría demasiado insidiosa,
demasiado evidente,
me anuncian que comienzan a oficiar desde los anfiteatros
de los muertos. ¿A qué aluden ahora estas dos piedras fatales, milenarias,
con sus brillos cruzados como la sangre que se desliza por mis venas?
A fábulas y a historias, a estirpes y a regiones
entretejidas en un solo encaje desde los dos costados del
destino
hasta la trama de mis huesos. Exhalan otra vez ese tiempo ciclópeo en que los dioses eran
mis antepasados
-malhechores solemnes, ocultos en la ola, en el volcán y en
las estrellas,
bajaron a la isla a trasplantar sus templos, sus represalias,
sus infiernos-
y también esos siglos de las tierras hirsutas, emboscadas en el ojo del zorro,
hambrientas en el bostezo del jaguar, inmensas en el cambio
de piel de la serpiente.
Pasan héroes de sandalias al viento y monstruos confabulados con la roca,
pueblos que traficaron con el sol y pueblos que sólo fueron
dinastías de eclipses,
invasiones tenaces como regueros de hormigas sobre un mapa
de coagulada miel;
y aquí pasan las nubes con su ilegible códice, excursiones
salvajes,
y el brujo de la tribu domesticando a los grandes espíritus
como un encantador de pájaros
para que hablen por el redoble de la lluvia, por el fuego o el
grano,
por la boca colmada de la humilde vasija.
En un friso de nieblas se inscribe la mitad confusa de mi
especie,
mientras cambian de vestiduras las ciudades o trepan las
montañas o se arrojan al mar,
sus bellos rostros vueltos hacia el último rey, hacia el último
éxodo. Un cortejo de sombras viene del otro extremo de mi herencia,
llega con el conquistador y funda las colonias del odio, de la
espada y la codicia,
para expropiar el aire, los venados, los matorrales y las almas.
Se aproxima una aldea encallada en lo alto del abismo igual
que un arca rota,
una agreste corona que abandonó el normando y recogieron
los vientos y la cabras,
mucho antes que el abuelo conociera la risa y los brebajes
para expulsar los males
y la abuela, tan alta, enlutara su corazón con despedidas y
desgastara los rosarios.
Ahora se ilumina un caserío alrededor del espinillo, el ciego
y el milagroso santo;
es polvareda y humo detrás de los talones del malón, de los
perros extraídos del diablo,
poco antes que el abuelo disfrazara de fantasmas las viñas, los
miradores, los corrales,
y la abuela se internara por bosques embrujados a perseguir el
ave de los siete colores
para bordar con plumas la flor que no se cierra.
Y allá viene mi padre, con el océano retrocediendo a sus
espaldas.
Y allá viene mi madre flotando con caballos y volanta.
Yo estoy en una jaula donde comienza el mundo en un
gemido y continúa en la ignorancia. Pero detrás de mí no queda nadie para seguir hilando la trama
de mi raza.
Estas piedras lo saben, cerradas como puños obstinados.
Estas piedras aluden nada más que a unos huesos cada vez
más blancos.
Anuncian solamente el final de una crónica,
apenas una lápida.