Texto pronunciado el 31 de diciembre 1966 en France-Culture.
Sylvie y Bruno
De todo tipo de verdades, Lewis Carroll da en su obra la ilustración e incluso la prueba. Verdades que, aunque ciertas, no son evidentes. Allí se discierne que sin valerse de ninguna perturbación, puede producirse malestar, pero que de este malestar se desprende una alegría singular. De entrada hago hincapié en esto, para descartar la confusión que amenaza si adelanto que el psicoanálisis es el que mejor puede dar cuenta del efecto de esta obra. También porque éste no es el psicoanálisis que se encuentra a la vuelta de la esquina.
Sólo el psicoanálisis esclarece el alcance de objeto absoluto que puede tomar la niñita. Ello se debe a que encarna una entidad negativa que lleva un nombre que no he de pronunciar aquí si no quiero embarcar a mis oyentes en las acostumbradas confusiones.
De la niñita, Lewis Carroll se hizo el servidor, ella es el objeto que él dibuja, el oído que quiere alcanzar, ella es a la que, entre todos, él se dirige verdaderamente. ¿Cómo esta obra, después de esto, nos concierne a todos? No se lo entiende bien sin una teoría determinada de lo que hay que llamar el sujeto, la que el psicoanálisis permite.
En este punto, la curiosidad indaga para saber cómo Lewis Carroll llegó hasta allí. La curiosidad se quedará con hambre, pues la biografía de este hombre que mantuvo un escrupuloso diario, no deja de escapársenos. Ciertamente, en el tratamiento psicoanalítico de la verdad, la historia es dominante, pero no es la única dimensión: la estructura la domina. Se hacen mejores críticas literarias cuando se sabe eso. Hacer crítica sería aquí la acción adecuada a la eminencia de la obra que, ha de recordarse, conquistó el mundo.
Hecho ante el cual el pedagogo frunce el ceño al rebuscar si es algo que se le puede permitir leer a nuestros hijos. Hay que decir que sobre este punto el colmo del ridículo lo representa un psicoanalista advertido -digamos su nombre, Schilder(1)- que denuncia en esta obra la incitación a la agresividad y la pendiente ofrecida al rehusamiento
de la realidad. No se puede ir más lejos en el contrasentido sobre los efectos psicológicos de la obra de arte.
Entonces, primero habría que interrogar lo que podría llamarse la novela mítica, término vago cuyas raíces se prolongan en todos los sentidos y bien lejos. Habría que volver rápidamente con esta preciosa referencia que justamente “el país de las maravillas”, el “más allá del espejo”, la pareja angustiante de Silvia y Bruno escapados al país del más allá, no son ni mitos ni mítico, y que el imaginario ha de ser diferenciado de eso. Ni el texto ni la intriga
recurren a resonancias de significaciones llamadas profundas. No se evoca allí ni génesis, ni tragedia, ni destino. Entonces ¿cómo esta obra hace tanta mella? Ese es el secreto que toca la red más pura de nuestra condición de ser: el simbólico, el imaginario y el real. Los tres registros mediante los cuales introduje una enseñanza que no pretende innovar sino restablecer cierto rigor en la experiencia psicoanalítica, allí están, puestos en juego al estado puro y en su relación más simple.
De las imágenes, se hace un puro juego de combinaciones, pero, ¿qué efectos de vértigo se logran entonces? Combinaciones en las que se traza el plano de todo tipo de dimensiones virtuales, pero que son aquellas que dan acceso a la realidad, finalmente la más segura, la de lo imposible que de pronto se vuelve familiar. Uno se explayará a gusto sobre el poder de los juegos de palabras: también allí ¡cuántas precisiones pueden darse!, en primer lugar que nadie crea que se trata de una pretendida articulación infantil, o incluso primitiva. No daré de ello otra prueba que la de
buscar su mejor estilo en la boca del burlón que se mofa de una oca pedante al hablarle de “siligismo”, lo que ella se traga, sin darse cuenta que irá llevando por todas partes, con esa palabra, su identidad de pobre “chiflada”: Silly. ¿Maldad allí? salubridad, parienta del rasgo a destacar, que el juego de palabras en Carroll es siempre sin equívoco.
De esto resulta un ejercicio sin pedantería que al fin de cuentas me parece preparar a Alice Lidell, para evocar a toda lectora actual mediante aquella que fue la primera en deslizarse en ese corazón de la tierra que no abriga ninguna caverna, para encontrar allí problemas tan precisos como éste: que sólo se franquea una puerta proporcionada a su talla y tomar, con el conejo apurado, la medida de la absoluta alteridad de la preocupación del pasante. Esa Alicia, digo, tendrá cierta exigencia de rigurosidad. Para decirlo todo, no estará dispuesta a aceptar que se le anuncie la aritmética diciéndole que no se suman trapos con servilletas, peras con puerros -sandeces que se dicen para atascar a los niños en el manejo más simple de todos los problemas, con lo que luego se cuestionará su inteligencia.
Esto es una transición -ya que después de todo sólo tengo tiempo para empujar puertas sin ni siquiera entrar adonde ellas abren- para llegar a ocuparnos, en este momento de homenaje, del autor mismo, al que no se le hace justicia, ni a él ni a ningún otro, si no se parte de la idea de que las pretendidas discordancias de la personalidad no tienen otro alcance que el de reconocer en ellas la necesidad hacia donde se dirigen.
Se nos dice que hay un Lewis Carroll soñador, un poeta, un enamorado si se quiere, y hay un Lewis Carroll lógico, un profesor de matemáticas. Lewis Carroll está bien dividido, si se les canta, pero los dos son necesarios para la realización de la obra.
En la inclinación de Lewis Carroll por la niñita impúber no está su genio. Los psicoanalistas no tenemos necesidad de nuestros clientes para saber al final adonde va a parar eso: a un parque público. Su enseñanza de profesor tampoco tiene nada que haga saltar los tapones: en plena época de renacimiento de la lógica y de inauguración de la forma matemática que de allí en más tomó, Lewis Carroll, por divertidos que sean sus ejercicios, queda a las
rastras de Aristóteles. Pero es del conjuro de las dos posiciones de donde surge ese objeto maravilloso, sin descifrar aún y por siempre deslumbrante: su obra.
Sabemos de la atención que le prestaron y aún le prestan los surrealistas. Tengo ahora la oportunidad de extender mi exigencia de método, sin pretender disgustar a ningún partidario.
Lewis Carroll, se los recuerdo, era religioso, religioso con la fe más ingenua y la más estrechamente parroquial posible, aunque este término, al que han de darle ustedes su color más crudo, les inspire repulsión. Hay cartas en las que casi rompe con un amigo, colega honorable, porque ciertos temas no deben plantearse, aquellos que pueden despertar la duda, o parecerlo, respecto a la verdad radical de la existencia de Dios, de su bondad hacia el hombre, de la transmisión más racional de esa enseñanza. Digo que esto tiene su parte en la unicidad del equilibrio que realiza la obra. Esa especie de felicidad que ella alcanza, depende de esa aguada, añadidura suplementaria a nuestros dos Lewis Carroll, si así lo entienden ustedes, que llamaremos con el nombre con el que es bendito en la orilla de una historia, historia aún en curso, un pobre de espíritu.
Quisiera decir lo que me parece como la correlación más eficaz para situar a Lewis Carroll: es la épica de la era científica. No es casual que Alicia aparezca al mismo tiempo que “El origen de las especies” de la que es, si puede decirse, la oposición. Registro épico pues, que sin duda se expresa como idilio en la ideología. La correlación de los dibujos, con los que Lewis Carroll era tan cuidadoso, anuncia las tiras, quiero decir las tiras de historietas. Voy
rápido para decir que al fin de cuentas, la técnica asegura allí el predominio de una dialéctica materializada -de paso, que me entiendan los que puedan.
Ilustración y prueba, dije, así sin emoción habré hablado de esta obra, y me parece acorde con el auténtico orden de su estremecimiento.
Para un psicoanalista, esta obra es un lugar elegido para demostrar la verdadera naturaleza de la sublimación en la obra de arte. Recuperación de cierto objeto, dije, en otra nota que hice hace poco sobre Marguerite Duras, a la que también me hubiese gustado escuchar hablar, como novelista, sobre la obra.
Siempre, al final, la teoría tiene que pasar la mano a la práctica.
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1 Schilder, Paul, “Psychoanaltycal Remarks on Alice in Wonderland and Lewis
Carroll”; in The Journal of Nervous and Mental Diseases, LXXXVII, 1938.
2 En los textos fuentes consultados dice “à l´oreille d´une histoire”.
En el audio se produce una especie de confusión homofónica entre
“oreille/orée”. Aquí se transcribe “à l´orée d´une histoire”.