Para
bien dirigir la razón y buscar la verdad en las ciencias.
Si
este discurso parece demasiado largo para leído de una vez, puede
dividirse en seis
partes:
en la primera se hallarán diferentes consideraciones acerca de las
ciencias; en la segunda, las reglas principales del método que el
autor ha buscado; en la tercera, algunas otras de moral que ha podido
sacar de aquel método; en la cuarta, las razones con que prueba la
existencia de Dios y del alma humana, que son los fundamentos de su
metafísica; en la quinta, el orden de las cuestiones de física, que
ha investigado y, en particular, la explicación del movimiento del
corazón y de algunas otras dificultades que atañen a la medicina, y
también la diferencia que hay entre nuestra alma y la
de
los animales; y en la última, las cosas que cree necesarias para
llegar, en la investigación de la naturaleza, más allá de donde él
ha llegado, y las razones que le han impulsado a escribir. (5)
Primera
parte
El
buen sentido es lo que mejor repartido está entre todo el mundo,
pues cada cual piensa que posee tan buena provisión de él, que aun
los más descontentadizos respecto a cualquier otra cosa, no suelen
apetecer más del que ya tienen. En lo cual no es verosímil que
todos se engañen, sino que más bien esto demuestra que la facultad
de juzgar y distinguir lo verdadero de lo falso, que es propiamente
lo que llamamos buen sentido o razón, es naturalmente igual en todos
los hombres; y, por lo tanto, que la diversidad de nuestras opiniones
no proviene de que unos sean más razonables que otros, sino tan sólo
de que dirigimos nuestros pensamientos por derroteros diferentes
y
no consideramos las mismas cosas. No basta, en efecto, tener el
ingenio bueno; lo principal es aplicarlo bien. Las almas más grandes
son capaces de los mayores vicios, como de las mayores virtudes; y
los que andan muy despacio pueden llegar mucho más lejos, si van
siempre por el camino recto, que los que corren, pero se apartan de
él.
Por
mi parte, nunca he presumido de poseer un ingenio más perfecto que
los ingenios
comunes;
hasta he deseado muchas veces tener el pensamiento tan rápido, o la
imaginación tan clara y distinta, o la memoria tan amplia y presente
como algunos otros. Y no sé de otras cualidades sino ésas, que
contribuyan a la perfección del ingenio; pues en lo que toca a la
razón o al sentido, siendo, como es, la única cosa que nos hace
hombres y nos distingue de los animales, quiero creer que está
entera en cada uno de nosotros y seguir en esto la común opinión de
los filósofos, que
dicen
que el más o el menos es sólo de los accidentes, mas no de las
formas o naturalezas de los individuos de una misma especie.
Pero,
sin temor, puedo decir, que creo que fue una gran ventura para mí el
haberme
metido
desde joven por ciertos caminos, que me han llevado a ciertas
consideraciones y máximas, con las que he formado un método, en el
cual paréceme que tengo un medio para aumentar gradualmente mi
conocimiento y elevarlo poco a poco hasta el punto más alto a que la
mediocridad de mi ingenio y la brevedad de mi vida puedan permitirle
llegar. Pues tales frutos he recogido ya de ese método, que, aun
cuando, en el juicio que sobre mí mismo hago, procuro siempre
inclinarme del lado de la desconfianza mejor que del de la
presunción, y aunque, al mirar con ánimo filosófico las
distintas
acciones y empresas de los hombres, no hallo casi ninguna que no me
parezca vana e inútil, sin embargo no deja de producir en mí una
extremada satisfacción el progreso que pienso haber realizado ya en
la investigación de la verdad, y concibo tales esperanzas para el
porvenir (6), que si entre las ocupaciones que embargan a los
hombres, puramente hombres, hay alguna que sea sólidamente buena e
importante, me atrevo a creer que es la que yo he elegido por mía.
Puede
ser, no obstante, que me engañe; y acaso lo que me parece oro puro y
diamante
fino,
no sea sino un poco de cobre y de vidrio. Sé cuán expuestos estamos
a equivocar nos, cuando de nosotros mismos se trata, y cuán
sospechosos deben sernos también los juicios de los amigos, que se
pronuncian en nuestro favor. Pero me gustaría dar a conocer, en el
presente discurso, el camino que he seguido y representar en él mi
vida, como en un cuadro, para que cada cual pueda formar su juicio, y
así, tomando luego conocimiento, por el rumor público, de las
opiniones emitidas, sea este un nuevo medio de instruirme, que
añadiré a los que acostumbro emplear.
Mi
propósito, pues, no es el de enseñar aquí el método que cada cual
ha de seguir para
dirigir
bien su razón, sino sólo exponer el modo como yo he procurado
conducir la mía(7). Los que se meten a dar preceptos deben de
estimarse más hábiles que aquellos a quienes los dan, y son muy
censurables, si faltan en la cosa más mínima. Pero como yo no
propongo este escrito, sino a modo de historia o, si preferís, de
fábula, en la que, entre ejemplos que podrán imitarse, irán acaso
otros también que con razón no serán seguidos, espero que tendrá
utilidad para algunos, sin ser nocivo para nadie, y que todo el mundo
agradecerá mi franqueza.
Desde
la niñez, fui criado en el estudio de las letras y, como me
aseguraban que por
medio
de ellas se podía adquirir un conocimiento claro y seguro de todo
cuanto es útil para la vida, sentía yo un vivísimo deseo de
aprenderlas. Pero tan pronto como hube terminado el curso de los
estudios, cuyo remate suele dar ingreso en el número de los hombres
doctos, cambié por completo de opinión, Pues me embargaban tantas
dudas y errores, que me parecía que, procurando instruirme, no había
conseguido más provecho que el de descubrir cada vez mejor mi
ignorancia. Y, sin embargo, estaba en una de las más famosas
escuelas de Europa (8), en donde pensaba yo que debía haber hombres
sabios, si los hay en algún lugar de la tierra. Allí había
aprendido todo lo que los
demás
aprendían; y no contento aún con las ciencias que nos enseñaban,
recorrí cuantos libros pudieron caer en mis manos, referentes a las
ciencias que se consideran como las más curiosas y raras. Conocía,
además, los juicios que se hacían de mi persona, y no veía que se
me estimase en menos que a mis condiscípulos, entre los cuales
algunos había ya destinados a ocupar los puestos que dejaran
vacantes nuestros maestros. Por último, parecíame nuestro siglo tan
floreciente y fértil en buenos ingenios, como haya sido cualquiera
dé los precedentes. Por todo lo cual, me tomaba la
libertad
de juzgar a los demás por mí mismo y de pensar que no había en el
mundo doctrina alguna como la que se me había prometido
anteriormente.
No
dejaba por eso de estimar en mucho los ejercicios que se hacen en las
escuelas. Sabía que las lenguas que en ellas se aprenden son
necesarias para la inteligencia de los libros antiguos; que la
gentileza de las fábulas despierta el ingenio; que las acciones
memorables, que cuentan las historias, lo elevan y que, leídas con
discreción, ayudan a formar el juicio; que la lectura de todos los
buenos libros es como una conversación con los mejores ingenios de
los pasados siglos, que los han compuesto, y hasta una conversación
estudiada, en la que no nos descubren sino lo más selecto
de
sus pensamientos; que la elocuencia posee fuerzas y bellezas
incomparables; que la poesía tiene delicadezas y suavidades que
arrebatan; que en las matemáticas hay sutilísimas invenciones que
pueden ser de mucho servicio, tanto para satisfacer a los curiosos,
como para facilitar las artes todas y disminuir el trabajo de los
hombres; que los escritos, que tratan de las costumbres, encierran
varias enseñanzas y exhortaciones a la virtud, todas muy útiles;
que la teología enseña a ganar el
cielo;
que la filosofía proporciona medios para hablar con verosimilitud de
todas las cosas y recomendarse a la admiración de los menos sabios
(9); que la jurisprudencia, la medicina y demás ciencias honran y
enriquecen a quienes las cultivan; y, por último, que es bien
haberlas recorrido todas, aun las más supersticiosas y las más
falsas, para conocer su justo valor y no dejarse engañar por ellas.
Pero
creía también que ya había dedicado bastante tiempo a las lenguas
e incluso a la
lectura
de los libros antiguos y a sus historias y a sus fábulas. Pues es
casi lo mismo conversar con gentes de otros siglos, que viajar por
extrañas tierras. Bueno es saber algo de las costumbres de otros
pueblos, para juzgar las del propio con mejor acierto, y no creer que
todo lo que sea contrario a nuestras modas es ridículo y opuesto a
la razón, como suelen hacer los que no han visto nada.
Pero
el que emplea demasiado tiempo en viajar, acaba por tornarse
extranjero en su propio país; y al que estudia con demasiada
curiosidad lo que se hacía en los siglos pretéritos, ocúrrele de
ordinario que permanece ignorante de lo que se practica en el
presente. Además, las fábulas son causa de que imaginemos como
posibles acontecimientos que no lo son; y aun las más fieles
historias, supuesto que no cambien ni aumenten el valor de las cosas,
para hacerlas más dignas de ser leídas, omiten
por
lo menos, casi siempre, las circunstancias más bajas y menos
ilustres, por lo cual sucede que lo restante no aparece tal como es y
que los que ajustan sus costumbres a los ejemplos que sacan de las
historias, se exponen a caer en las extravagancias de los paladines
de nuestras novelas y a concebir designios, a que no alcanzan sus
fuerzas.
Estimaba
en mucho la elocuencia y era un enamorado de la poesía; pero pensaba
que una y otra son dotes del ingenio más que frutos del estudio. Los
que tienen más robusto razonar y digieren mejor sus pensamientos,
para hacerlos claros e inteligibles, son los más capaces de llevar a
los ánimos la persuasión, sobre lo que proponen, aunque hablen una
pésima lengua y no hayan aprendido nunca retórica; y los que
imaginan las más agradables invenciones, sabiéndolas expresar con
mayor ornato y suavidad, serán siempre los mejores poetas, aun
cuando desconozcan el arte poética.
Gustaba
sobre todo de las matemáticas, por la certeza y evidencia que poseen
sus
razones;
pero aun no advertía cuál era su verdadero uso y, pensando que sólo
para las artes mecánicas servían, extrañábame que, siendo sus
cimientos tan firmes y sólidos, no se hubiese construido sobre ellos
nada más levantado (10). Y en cambio los escritos de los antiguos
paganos, referentes a las costumbres, comparábalos con palacios muy
soberbios y magníficos, pero construidos sobre arena y barro:
levantan muy en alto las virtudes y las presentan como las cosas más
estimables que hay en el mundo; pero no nos enseñan bastante a
conocerlas y, muchas veces, dan ese hermoso nombre a lo que no es
sino insensibilidad, orgullo, desesperación o parricidio (11).
Profesaba
una gran reverencia por nuestra teología y, como cualquier otro,
pretendía yo ganar el cielo. Pero habiendo aprendido, como cosa muy
cierta, que el camino de la salvación está tan abierto para los
ignorantes como para los doctos y que las verdades reveladas, que
allá conducen, están muy por encima de nuestra inteligencia, nunca
me hubiera atrevido a someterlas a la flaqueza de mis razonamientos,
pensando que, para acometer la empresa de examinarlas y salir con
bien de ella, era preciso alguna extraordinaria ayuda del cielo, y
ser, por tanto, algo más que hombre.
Nada
diré de la filosofía sino que, al ver que ha sido cultivada por los
más excelentes
ingenios
que han vivido desde hace siglos, y, sin embargo, nada hay en ella
que no sea objeto de disputa y, por consiguiente, dudoso, no tenía
yo la presunción de esperar acertar mejor que los demás; y
considerando cuán diversas pueden ser las opiniones tocante a una
misma materia, sostenidas todas por gentes doctas, aun cuando no
puede ser verdadera más que una sola, reputaba casi por falso todo
lo que no fuera más que verosímil.
Y
en cuanto a las demás ciencias, ya que toman sus principios de la
filosofía, pensaba yo que sobre tan endebles cimientos no podía
haberse edificado nada sólido; y ni el honor ni el provecho, que
prometen, eran bastantes para invitarme a aprenderlas; pues no me
veía, gracias a Dios, en tal condición que hubiese de hacer de la
ciencia un oficio con que mejorar mi fortuna; y aunque no profesaba
el desprecio de la gloria a lo cínico, sin embargo, no estimaba en
mucho aquella fama, cuya adquisición sólo merced a falsos títulos
puede lograrse. Y, por último, en lo que toca a las malas doctrinas,
pensaba que ya conocía bastante bien su valor, para no dejarme
burlar ni por las promesas de un alquimista, ni por las predicciones
de un astrólogo, ni por los engaños de un mago, ni por los
artificios o la presunción de los que profesan saber más de lo que
saben.
Así,
pues, tan pronto como estuve en edad de salir de la sujeción en que
me tenían mis
preceptores,
abandoné del todo el estudio de las letras; y, resuelto a no buscar
otra ciencia que la que pudiera hallar en mí mismo o en el gran
libro del mundo, empleé el resto de mi juventud en viajar, en ver
cortes y ejércitos (12), en cultivar la sociedad de gentes de
condiciones y humores diversos, en recoger varias experiencias, en
ponerme a mí mismo a prueba en los casos que la flexiones sobre las
cosas que se me presentaban, que pudiera sacar algún provecho de
ellas. Pues parecíame que podía hallar mucha más verdad en los
razonamientos que cada uno hace acerca de los asuntos que le atañen,
expuesto a que el suceso venga luego a castigarle, si ha juzgado mal,
que en los que discurre un hombre de letras, encerrado en su
despacho, acerca de especulaciones que no producen efecto alguno y
que no tienen para él otras consecuencias, sino que acaso sean tanto
mayor motivo para envanecerle cuanto más se aparten del sentido
común, puesto que habrá tenido que gastar más ingenio y artificio
en procurar hacerlas verosímiles. Y siempre sentía un deseo
extremado de aprender a distinguir lo verdadero de lo falso, para ver
claro en mis actos y andar seguro por esta vida.
Es
cierto que, mientras me limitaba a considerar las costumbres de los
otros hombres,
apenas
hallaba cosa segura y firme, y advertía casi tanta diversidad como
antes en las opiniones de los filósofos. De suerte que el mayor
provecho que obtenía, era que, viendo varias cosas que, a pesar de
parecernos muy extravagantes y ridículas, no dejan de ser admitidas
comúnmente y aprobadas por otros grandes pueblos, aprendía a no
creer con demasiada firmeza en lo que sólo el ejemplo y la costumbre
me habían persuadido; y así me libraba poco a poco de muchos
errores, que pueden oscurecer nuestra luz natural y tornarnos menos
aptos para escuchar la voz de la razón. Mas
cuando
hube pasado varios años estudiando en el libro del mundo y tratando
de adquirir alguna experiencia, resolvíme un día a estudiar también
en mí mismo y a emplear todas las fuerzas de mi ingenio en la
elección de la senda que debía seguir; lo cual me salió mucho
mejor, según creo, que si no me hubiese nunca alejado de mi tierra y
de mis libros.
Segunda
parte
Hallábame,
por entonces, en Alemania, adonde me llamara la ocasión de unas
guerras
(13)
que aun no han terminado; y volviendo de la coronación del Emperador
(14) hacia el ejército, cogióme el comienzo del invierno en un
lugar en donde, no encontrando conversación alguna que me divirtiera
y no teniendo tampoco, por fortuna, cuidados ni pasiones que
perturbaran mi ánimo, permanecía el día entero solo y encerrado,
junto a una estufa, con toda la tranquilidad necesaria para
entregarme a mis pensamientos (15). Entre los cuales, fue uno de los
primeros el ocurrírseme considerar que muchas veces sucede que no
hay tanta perfección en las obras compuestas de varios trozos y
hechas por las manos de muchos maestros, como en aquellas en que uno
solo ha trabajado.
Así
vemos que los edificios, que un solo arquitecto ha comenzado y
rematado, suelen ser más hermosos y mejor ordenados que aquellos
otros, que varios han tratado de componer y arreglar, utilizando
antiguos muros, construidos para otros fines. Esas viejas ciudades,
que no fueron al principio sino aldeas, y que, con el transcurso del
tiempo han llegado a ser grandes urbes, están, por lo común, muy
mal trazadas y acompasadas, si las comparamos con esas otras plazas
regulares que un ingeniero diseña, según su fantasía, en una
llanura; y, aunque considerando sus edificios uno por
uno
encontremos a menudo en ellos tanto o más arte que en los de estas
últimas ciudades nuevas, sin embargo, viendo cómo están
arreglados, aquí uno grande, allá otro pequeño, y cómo hacen las
calles curvas y desiguales, diríase que más bien es la fortuna que
la voluntad de unos hombres provistos de razón, la que los ha
dispuesto de esa suerte. Y si se considera que, sin embargo, siempre
ha habido unos oficiales encargados de cuidar de que los edificios de
los particulares sirvan al ornato público, bien se reconocerá cuán
difícil es hacer cumplidamente las cosas cuando se
trabaja
sobre lo hecho por otros. Así también, imaginaba yo que esos
pueblos que fueron antaño medio salvajes y han ido civilizándose
poco a poco, haciendo sus leyes conforme les iba obligando la
incomodidad de los crímenes y peleas, no pueden estar tan bien
constituidos como los que, desde que se juntaron, han venido
observando las constituciones de algún prudente legislador (16).
Como también es muy cierto, que el estado de la verdadera religión,
cuyas ordenanzas Dios solo ha instituido, debe estar
incomparablemente mejor arreglado que todos los demás. Y para hablar
de las cosas humanas, creo que si Esparta ha sido antaño muy
floreciente, no fue por causa de la bondad de cada una de sus leyes
en particular, que algunas eran muy extrañas y hasta contrarias a
las buenas costumbres, sino porque, habiendo sido inventadas por uno
solo, todas tendían al mismo fin.
Y
así pensé yo que las ciencias de los libros, por lo menos aquellas
cuyas razones son solo probables y carecen de demostraciones,
habiéndose compuesto y aumentado poco a poco con las opiniones de
varias personas diferentes, no son tan próximas a la verdad como los
simples razonamientos que un hombre de buen sentido puede hacer,
naturalmente, acerca de las cosas que se presentan. Y también
pensaba yo que, como hemos sido todos nosotros niños antes de ser
hombres y hemos tenido que dejarnos regir durante mucho tiempo por
nuestros apetitos y nuestros preceptores, que muchas veces eran
contrarios unos a otros, y ni unos ni otros nos aconsejaban
acaso
siempre lo mejor, es casi imposible que sean nuestros juicios tan
puros y tan sólidos como lo fueran si, desde el momento de nacer,
tuviéramos el uso pleno de nuestra razón y no hubiéramos sido
nunca dirigidos más que por ésta.
Verdad
es que no vemos que se derriben todas las casas de una ciudad con el
único
propósito
de reconstruirlas en otra manera y de hacer más hermosas las calles;
pero vemos que muchos particulares mandan echar abajo sus viviendas
para reedificarlas y, muchas veces, son forzados a ello, cuando los
edificios están en peligro de caerse, por no ser ya muy firmes los
cimientos. Ante cuyo ejemplo, llegué a persuadirme de que no sería
en verdad sensato que un particular se propusiera reformar un Estado
cambiándolo todo, desde los cimientos, y derribándolo para
enderezarlo; ni aun siquiera reformar el cuerpo de las ciencias o el
orden establecido en las escuelas para su enseñanza; pero que, por
lo que toca a las opiniones, a que hasta entonces había
dado
mi crédito, no podía yo hacer nada mejor que emprender de una vez
la labor de suprimirlas, para sustituirlas luego por otras mejores o
por las mismas, cuando las hubiere ajustado al nivel de la razón. Y
tuve firmemente por cierto que, por este medio, conseguiría dirigir
mi vida mucho mejor que si me contentase con edificar sobre cimientos
viejos y me apoyase solamente en los principios que había aprendido
siendo joven, sin haber examinado nunca si eran o no verdaderos. Pues
si bien en esta empresa veía varias dificultades, no eran, empero,
de las que no tienen remedio; ni pueden compararse con las que hay en
la reforma de las menores cosas que atañen a lo público. Estos
grandes cuerpos políticos, es muy difícil levantarlos, una vez que
han sido derribados, o aun sostenerlos en pie cuando se tambalean, y
sus caídas son necesariamente muy duras. Además, en lo tocante a
sus imperfecciones, si las tienen -y sólo la diversidad que existe
entre ellos basta para asegurar que varios las tienen -, el uso las
ha suavizado mucho sin duda, y hasta ha evitado o corregido
insensiblemente no pocas de entre ellas, que con la prudencia no
hubieran podido remediarse tan eficazmente; y por último, son casi
siempre más soportables que lo sería el cambiarlas, como los
caminos reales, que serpentean por las montañas, se hacen poco a
poco tan
llanos
y cómodos, por, el mucho tránsito, que es muy preferible seguirlos,
que no meterse en acortar, saltando por encima de las rocas y bajando
hasta el fondo de las simas.
Por
todo esto, no puedo en modo alguno aplaudir a esos hombres de
carácter inquieto y atropellado que, sin ser llamados ni por su
alcurnia ni por su fortuna al manejo de los negocios públicos, no
dejan de hacer siempre, en idea, alguna reforma nueva; y si creyera
que hay en este escrito la menor cosa que pudiera hacerme sospechoso
de semejante insensatez, no hubiera consentido en su publicación
(17). Mis designios no han sido nunca otros que tratar de reformar
mis propios pensamientos y edificar sobre un terreno que me pertenece
a mí solo. Si, habiéndome gustado bastante mi obra, os enseño aquí
el modelo, no significa esto que quiera yo aconsejar a nadie que me
imite. Los que hayan recibido de Dios mejores y más abundantes
mercedes, tendrán, sin duda, más levantados propósitos; pero mucho
me temo que éste mío no sea ya demasiado audaz para algunas
personas. Ya la mera resolución de deshacerse de todas las opiniones
recibidas anteriormente no es un ejemplo que todos deban seguir. Y el
mundo se compone casi sólo de dos especies de ingenios, a quienes
este ejemplo no conviene, en modo alguno, y son, a saber: de los que,
creyéndose más hábiles de lo que son, no pueden contener la
precipitación de sus juicios ni conservar la bastante paciencia para
conducir ordenadamente todos sus pensamientos; por donde
sucede
que, si una vez se hubiesen tomado la libertad de dudar de los
principios que han recibido y de apartarse del camino común, nunca
podrán mantenerse en la senda que hay que seguir para ir más en
derechura, y permanecerán extraviados toda su vida; y de otros que,
poseyendo bastante razón o modestia para juzgar que son menos
capaces de distinguir lo verdadero de lo falso que otras personas, de
quienes pueden recibir instrucción, deben más bien contentarse con
seguir las opiniones de esas personas, que buscar por sí mismos
otras mejores.
Y
yo hubiera sido, sin duda, de esta última especie de ingenios, si no
hubiese tenido en
mi
vida más que un solo maestro o no hubiese sabido cuán diferentes
han sido, en todo tiempo, las opiniones de los más doctos. Mas,
habiendo aprendido en el colegio que no se puede imaginar nada, por
extraño e increíble que sea, que no haya sido dicho por alguno de
los filósofos, y habiendo visto luego, en mis viajes, que no todos
los que piensan de modo contrario al nuestro son por ello bárbaros y
salvajes, sino que muchos hacen tanto o más uso que nosotros de la
razón; y habiendo considerado que un mismo hombre, con su mismo
ingenio, si se ha criado desde niño entre franceses o alemanes,
llega a ser muy diferente de lo que sería si hubiese vivido siempre
entre chinos o caníbales; y que hasta en las modas de nuestros
trajes, lo que nos ha gustado hace diez años, y acaso vuelva a
gustarnos dentro de otros diez, nos parece hoy extravagante y
ridículo, de suerte que más son la costumbre y el ejemplo los que
nos persuaden, que un conocimiento cierto; y que, sin embargo, la
multitud de votos no es una prueba que valga para las verdades algo
difíciles de descubrir, porque más verosímil es que un hombre solo
dé con ellas que no todo un pueblo, no podía yo elegir a una
persona, cuyas opiniones me parecieran preferibles a las de las
demás, y me vi
como
obligado a emprender por mí mismo la tarea de conducirme.
Pero
como hombre que tiene que andar solo y en la oscuridad, resolví ir
tan despacio y
emplear
tanta circunspección en todo, que, a trueque de adelantar poco, me
guardaría al menos muy bien de tropezar y caer. E incluso no quise
empezar a deshacerme por completo de ninguna de las opiniones que
pudieron antaño deslizarse en mi creencia, sin haber sido
introducidas por la razón, hasta después de pasar buen tiempo
dedicado al proyecto de la obra que iba a emprender, buscando el
verdadero método para llegar al conocimiento de todas las cosas de
que mi espíritu fuera capaz.
Había
estudiado un poco, cuando era más joven, de las partes de la
filosofía, la lógica, y de las matemáticas, el análisis de los
geómetras y el álgebra, tres artes o ciencias que debían, al
parecer, contribuir algo a mi propósito. Pero cuando las examiné,
hube de notar que, en lo tocante a la lógica, sus silogismos y la
mayor parte de las demás instrucciones que da, más sirven para
explicar a otros las cosas ya sabidas o incluso, como el arte de
Lulio (18), para hablar sin juicio de las ignoradas, que para
aprenderlas. Y si bien contiene, en verdad, muchos, muy buenos y
verdaderos preceptos, hay, sin embargo, mezclados con ellos, tantos
otros nocivos o superfluos, que separarlos es casi tan difícil como
sacar una Diana o una Minerva de un bloque de mármol sin desbastar.
Luego, en lo tocante al análisis (19) de los antiguos y al álgebra
de los modernos, aparte de que no se refieren sino a muy abstractas
materias, que no parecen ser de ningún uso, el primero está siempre
tan constreñido a considerar las figuras, que no puede ejercitar el
entendimiento sin cansar grandemente la imaginación; y en la
segunda, tanto se han sujetado sus cultivadores a ciertas
reglas
y a ciertas cifras, que han hecho de ella un arte confuso y oscuro,
bueno para enredar el ingenio, en lugar de una ciencia que lo
cultive. Por todo lo cual, pensé que había que buscar algún otro
método que juntase las ventajas de esos tres, excluyendo sus
defectos.
Y
como la multitud de leyes sirve muy a menudo de disculpa a los
vicios, siendo un
Estado
mucho mejor regido cuando hay pocas, pero muy estrictamente
observadas, así también, en lugar del gran número de preceptos que
encierra la lógica, creí que me bastarían los cuatro siguientes,
supuesto que tomase una firme y constante resolución de no dejar de
observarlos una vez siquiera:
Fue
el primero, no admitir como verdadera cosa alguna, como no supiese
con evidencia
que
lo es; es decir, evitar cuidadosamente la precipitación y la
prevención, y no comprender en mis que se presentase tan clara y
distintamente a mí espíritu, que no hubiese ninguna ocasión de
ponerlo en duda.
El
segundo, dividir cada una de las dificultades, que examinare, en
cuantas partes fuere posible y en cuantas requiriese su mejor
solución.
El
tercero, conducir ordenadamente mis pensamientos, empezando por los
objetos más simples y más fáciles de conocer, para ir ascendiendo
poco a poco, gradualmente, hasta el conocimiento de los más
compuestos, e incluso suponiendo un orden entre los que no se
preceden naturalmente.
Y
el último, hacer en todo unos recuentos tan integrales y unas
revisiones tan generales, que llegase a estar seguro de no omitir
nada.
Esas
largas series de trabadas razones muy simples y fáciles, que los
geómetras
acostumbran
emplear, para llegar a sus más difíciles demostraciones, habíanme
dado ocasión de imaginar que todas las cosas, de que el hombre puede
adquirir conocimiento, se siguen unas a otras en igual manera, y que,
con sólo abstenerse de admitir como verdadera una que no lo sea y
guardar siempre el orden necesario para deducirlas unas de otras, no
puede haber ninguna, por lejos que se halle situada o por oculta que
esté, que no se llegue a alcanzar y descubrir. Y no me cansé mucho
en
buscar
por cuáles era preciso comenzar, pues ya sabía que por las más
simples y fáciles de conocer; y considerando que, entre todos los
que hasta ahora han investigado la verdad en las ciencias, sólo los
matemáticos han podido encontrar algunas demostraciones, esto es,
algunas razones ciertas y evidentes, no dudaba de que había que
empezar por las mismas que ellos han examinado, aun cuando no
esperaba sacar de aquí ninguna otra utilidad, sino acostumbrar mi
espíritu a saciarse de verdades y a no contentarse con falsas
razones. Mas no por eso concebí el propósito de procurar aprender
todas las ciencias particulares denominadas comúnmente matemáticas,
y viendo que, aunque sus objetos son diferentes, todas, sin embargo,
coinciden en que no consideran sino las varias relaciones o
proporciones que se encuentran en los tales objetos, pensé que más
valía limitarse a examinar esas proporciones en general,
suponiéndolas solo en aquellos asuntos que sirviesen para hacerme
más fácil su conocimiento y hasta no sujetándolas a ellos de
ninguna
manera,
para poder después aplicarlas tanto más libremente a todos los
demás a que pudieran convenir (20). Luego advertí que, para
conocerlas, tendría a veces necesidad de considerar cada una de
ellas en particular, y otras veces, tan solo retener o comprender
varias juntas, y pensé que, para considerarlas mejor en particular,
debía suponerlas en líneas, porque no encontraba nada más simple y
que más distintamente pudiera yo representar a mi imaginación y mis
sentidos; pero que, para retener o comprender varias juntas, era
necesario que las explicase en algunas cifras, las más
cortas
que fuera posible; y que, por este medio, tomaba lo mejor que hay en
el análisis geométrico y en el álgebra, y corregía así todos los
defectos de una por el otro (21).
Y,
efectivamente, me atrevo a decir que la exacta observación de los
pocos preceptos por mí elegidos, me dio tanta facilidad para
desenmarañar todas las cuestiones de que tratan esas dos ciencias,
que en dos o tres meses que empleé en examinarlas, habiendo
comenzado por las más simples y generales, y siendo cada verdad que
encontraba una regla que me servía luego para encontrar otras, no
sólo conseguí resolver varias cuestiones, que antes había
considerado como muy difíciles, sino que hasta me pareció también,
hacia el final, que, incluso en las que ignoraba, podría determinar
por qué medios y hasta dónde era posible resolverlas. En lo cual,
acaso no me acusaréis
de
excesiva vanidad si consideráis que, supuesto que no hay sino una
verdad en cada cosa, el que la encuentra sabe todo lo que se puede
saber de ella; y que, por ejemplo, un niño que sabe aritmética y
hace una suma conforme a las reglas, puede estar seguro de haber
hallado, acerca de la suma que examinaba, todo cuanto el humano
ingenio pueda hallar; porque al fin y al cabo el método que enseña
a seguir exactamente las circunstancias todas de lo que se busca,
contiene todo lo que confiere certidumbre a las reglas de la
aritmética.
Pero
lo que más contento me daba en este método era que, con él, tenía
la seguridad de emplear mi razón en todo, si no perfectamente, por
lo menos lo mejor que fuera en mi poder. Sin contar con que,
aplicándolo, sentía que mi espíritu se iba acostumbrando poco a
poco a concebir los objetos con mayor claridad y distinción y que,
no habiéndolo sujetado a ninguna materia particular, prometíame
aplicarlo con igual fruto a las dificultades de las otras ciencias,
como lo había hecho a las del álgebra. No por eso me atreví a
empezar luego a examinar todas las que se presentaban, pues eso mismo
fuera contrario al orden que el método prescribe; pero habiendo
advertido que los
principios
de las ciencias tenían que estar todos tomados de la filosofía, en
la que aun no hallaba ninguno que fuera cierto, pensé que ante todo
era preciso procurar establecer algunos de esta clase y, siendo esto
la cosa más importante del mundo y en la que son más de temer la
precipitación y la prevención, creí que no debía acometer la
empresa antes de haber llegado a más madura edad que la de
veintitrés años, que entonces tenía, y de haber dedicado buen
espacio de tiempo a prepararme,
desarraigando
de mi espíritu todas las malas opiniones a que había dado entrada
antes de aquel tiempo, haciendo también acopio de experiencias
varias, que fueran después la materia de mis razonamientos y, por
último, ejercitándome sin cesar en el método que me había
prescrito, para afianzarlo mejor en mi espíritu.
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