Juan de Mairena se preguntó alguna vez si la difusión de la cultura había de ser necesariamente una degradación y, a última hora, una disipación de la cultura; es decir, si el célebre principio de Carnot tendría una aplicación exacta a la energía humana que produce cultura. El afirmarlo le parecía temerario. De todos modos -pensaba él-, nada parece que deba aconsejarnos la defensa de la cultura como privilegio de casta, considerarla como un depósito de energía cerrado, y olvidar que, a fin de cuantas, lo propio de toda energía es difundirse y que, en el peor caso, la entropía o nirvana cultural tendríamos que aceptarla por inevitable. En el peor caso -añadía Mairena-, porque cabe pensar, de acuerdo con la más acentuada apariencia, que lo espiritual es lo esencialmente reversible, lo que al propagarse ni se degrada ni se disipa, sino que se acrecienta. Digo esto para que no os acongojéis demasiado porque las masas, los pobres heredados de la cultura, tengan la usuraria ambición de educarse y la insolencia de procurar los medios para conseguirlo.
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