Padre...y bajaba por la alfombra roja y arabescos, hasta
tu cuarto en el que respirabas verdes de guerras dolorosas,
tras los postigos siempre entreabiertos a los crepúsculos
que sucedían día tras día.
Padre... silencios, pedidos de silencios que acatábamos
para aprender de una soledad humana que equilibraba las
horas de vigilia, de dolor muscular por trabajos forzados.
Padre... y amabas el dinero que costaba la vida, la rutina
feliz que te inventaste, a esa mujer que siempre estuvo en
fuga para sentir tus brazos estirados llamándola, y que pedía
tu cuerpo alucinando.
Padre...y eras tan grande, que cuando tú reías yo veía el imperio
en donde te crearon y tu lengua materna me llevaba al inicio
de una era, nada menos aquella que pagó por lo nuevo del
cambio, con un asesinato.
Padre... pero tuviste Dios. Una madera de la cruz de Cristo
guardada en relicario colgando de tu cuello, extraña plata
desgastada, extrañas formas, lejana pertenencia. Un día lo
entregaste a tus hijos amados para ceder tu cruz: madera y
clavos.
Padre... y te gustaba el mar... Reías como un niño y me
incitabas, una vez más, una vez mas. Yo ya no me subía a
tus hombros porque había crecido, y antaño el río era más
manso, pero ahora la furia majestuosa separó nuestros
cuerpos con una distancia que vino del océano para que
solamente escuche: una vez mas.
Padre... anochece, tendré que irme, descansa. ¿Te apago la luz?
Y ese casual consentimiento repicó en mis pasos sobre el
mosaico brillante, anochecido, hasta tocó una fibra dentro
mío, mezcla de autoridad y despedida, y nos perdimos
caminando.
NORMA MENASSA
Argentina, 1938